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Lo que estamos viendo gestarse en el tema de Corea del Norte es una ruta progresiva hacia la colisión de dos objetivos estratégicos enfrentados, los cuales, por ahora, no muestran signos de desacelerarse o mover sus coordenadas: (1) De un lado, la convicción muy afianzada y robusta por parte de Kim Jong-un de que el único instrumento que puede garantizar la supervivencia del régimen en Pyongyang, y en particular, de su propio liderazgo dentro de éste, es el contar con la capacidad de atacar con armas atómicas a quien considera su principal amenaza: Estados Unidos. No porque vaya a usar esas armas atómicas, sino porque, en su visión, solo el tener dicha capacidad en potencia, le permitirá disuadir a semejante enemigo, y con ello evitar los riesgos percibidos (desde afuera y desde adentro del régimen); (2) Del otro lado, directamente de frente, se ubica la meta de Washington de impedir, a toda costa, que Kim alcance esa capacidad. Es el “ It won’t happen! ” (¡No ocurrirá!) del tuit de Trump. Salvo que sí está ocurriendo. Corea del Norte lanzó esta semana un misil balístico que, de acuerdo con expertos, ya podría golpear cualquier parte de Alaska. A Pyongyang le hacen falta aún varios elementos técnicos para mejorar su manipulación del misil, su precisión y alcance, además de ser capaz de ensamblar propiamente una ojiva atómica en ese proyectil intercontinental, y posteriormente asegurar que éste tenga la eficacia requerida. Pero Kim está, sin lugar a dudas, caminando en esa dirección. Así que, de no haber cambios en uno o varios de los factores que señalo a continuación, se podría generar más pronto que tarde un conflicto de enormes consecuencias materiales y humanas.
Primero, el más importante y obvio, tendría que producirse un cambio en la percepción mutua de las metas estratégicas enfrentadas. Es decir, por un lado, Pyongyang, y específicamente Kim, tendría que dejar de sentirse amenazado. Evidentemente esto no ha sucedido por varios elementos que se remontan a historias lejanas e historias más recientes. Para el régimen norcoreano, el ser nombrado como parte de un “Eje del mal” que necesita ser erradicado, no es solo cosa de Bush, sino que refleja la convicción de un poderoso sector en EU que siempre tendrá tentáculos, incluso si no llega a la Casa Blanca. Desde esa óptica, los presidentes que tienden puentes como Obama en 2009, son pasajeros. Para la cúpula en Pyongyang, solo una capacidad de suficiente fortaleza para disuadir a Washington de atacar el norte de la península –lo que únicamente se lograría mediante armas nucleares- puede asegurar la supervivencia del régimen. En ese sentido, Kim entiende que, si no camina veloz hacia ese objetivo, su propio control del régimen se encuentra en riesgo. De su lado, las percepciones de Washington acerca de Kim, sus aspiraciones y lo que parece ser su única alternativa, tendrían que verse transformadas. O bien, tendría que evaluarse con seriedad la posibilidad de permitir que Pyongyang pudiera mantener un programa nuclear, al menos limitado o regido bajo ciertos parámetros. Estas circunstancias, por el momento, no están ocurriendo, y menos bajo la actual administración.
Desde otra perspectiva, también podría ocurrir que Corea del Norte estimara que los costos por seguir avanzando en su programa nuclear superaran los posibles réditos de ese progreso. Esto, ya sea debido a una inminente amenaza militar que pusiera en riesgo su supervivencia, o bien, debido a presiones económicas y/o diplomáticas que le obligasen a pagar precios que no está dispuesta a pagar. Sin embargo, nuevamente, se trata de circunstancias que hasta ahora no han ocurrido. Desde la perspectiva militar, el régimen norcoreano ha sido capaz de transmitir con enorme eficacia el mensaje de que cualquier ataque que reciba podría hacer escalar el conflicto rápidamente –incluso sin la necesidad de emplear armamento no convencional- provocando daños materiales y humanos, por lo pronto, en la península coreana (quizás también en Japón), que nadie de los actores está dispuesto a asumir. Jim Mattis, Secretario de Defensa de EU lo pone en estos términos: “Sería la peor clase de lucha que la mayor parte de la gente ha visto en sus vidas”. Hay estudios que proyectan desde 60 mil hasta incluso 300 mil muertes civiles en Corea del Sur, solo en los primeros días de combate, sin mencionar la conmoción económica para Seúl, una de las capitales financieras de Asia. Por tanto, la conclusión hasta ahora ha sido que, para Washington y sus aliados, la opción militar no está sobre la mesa, y Kim lo sabe muy bien. Trump ha querido comunicar que, con él, las cosas serían distintas y que su paciencia sí tiene límites, pero no todas las partes están tan convencidas de ello. Ciertamente, esa paciencia va a seguir siendo puesta a prueba.
Luego, está la posibilidad de ejercer otro tipo de presiones a Corea del Norte como las económicas. Sin embargo, hasta el momento, las sanciones no han sido eficaces. Ello tiene que ver con que Pyongyang sigue sustentando su economía en su relación privilegiada con China, país con el que mantiene el 90% de su comercio. Para que realmente hubiese un cambio de política por parte de Kim, Beijing tendría que ponerle no poca, sino una muchísima mayor presión que la que hasta ahora ha ejercido, lo que probablemente supondría asfixiarlo. Lo que pasa es que, a pesar de que China mira con gran desagrado el programa nuclear norcoreano, y a pesar de que tiene gran temor tanto por un incremento de la presencia estadounidense en la región como por una potencial escalada del conflicto, Beijing no está dispuesta a permitir el colapso de Pyongyang. Ese escenario implicaría el fin de una zona de amortización que China estima estratégica. Beijing no desea en sus fronteras a una Corea unificada aliada militarmente con Washington. En palabras simples, para que Beijing elevara los costos económicos que verdaderamente se requieren con el fin de que Kim Jong-un cambiara de política, posiblemente las propias percepciones y temores chinos por las consecuencias de hacerlo, tendrían que transformarse radicalmente. La administración Trump considera que hay otra vía: incrementar la propia presión a Beijing, tanto desde lo económico como desde lo geopolítico (haciendo guiños a Taiwán, por ejemplo, o mandando a navegar destructores en los mares disputados por China). Este tipo de medidas, sin embargo, solo han irritado a Xi Jinping, desincentivando su cooperación.
Hay un factor adicional a considerar: Rusia. Putin ha sido muy hábil en insertar la cuestión norcoreana dentro de su propio enfrentamiento con Estados Unidos, y ha ofrecido a Kim apoyo (por el momento limitado) económico y diplomático, el cual ha sido útil, cuando menos, en dejar en claro que si China falta, el Kremlin podría salir al rescate.
Otra posibilidad: Buscando ganar algo de tiempo, China y Rusia han propuesto que el programa nuclear norcoreano sea no desmantelado, pero sí congelado, a cambio de que Estados Unidos detenga sus ejercicios militares conjuntos con Seúl, aunque por ahora, la administración Trump se ha negado a considerar esta opción con seriedad, además de que no resolvería el conflicto desde su raíz.
En suma, las alternativas se están agotando. Si las aspiraciones de Kim de conseguir un misil intercontinental con capacidades nucleares siguen progresando, y, si en EU prevalece la convicción de que, al alcanzar esas aspiraciones se llegaría a un escenario inaceptable (incluso más inaceptable que un conflicto armado en la península coreana), entonces la colisión parece inevitable. Por tanto, asumiendo que las convicciones, percepciones y estrategias arriba señaladas no se movieran en las próximas semanas o meses, solo un extraordinario ingenio diplomático y de negociaciones –las cuales están viviendo sus últimas oportunidades-, podría salvar el choque.