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Muchas personas piensan que yo soy “experto” en Medio Oriente. No es así. Mis áreas de especialización tienen que ver no con una zona específica del planeta, sino con cómo se generan los conflictos sociales e internacionales, cuáles son los factores que los componen, cómo es que estos derivan en violencia, y cuáles son las posibilidades de reducirlos o resolverlos, así como de construir condiciones de paz estructural. Lamentablemente, Venezuela ha resultado un laboratorio muy propicio para estudiar lo anterior ya que lo que apreciamos estas semanas, es en realidad la sumatoria de múltiples componentes ubicados en los dos lados de las áreas que menciono: de una parte, en lo material, una gran cantidad de elementos explosivos que han asomado su cara desde hace mucho tiempo (y que no tienden a mejorar, sino a empeorar); y de la otra parte, la ineficacia de la política, si no como vía de salida, al menos como puente de diálogo para detener la debacle. Estos factores generan una tormenta perfecta cuyo estallido, tristemente, no debería sorprender a nadie. En todo caso, lo que podría sorprendernos es cómo es que esa tormenta no ha explotado antes.
Sin entrar en los factores que han propiciado la crisis económica, solo considere usted que, en 2014, cuando un importante número de protestas masivas inundaron las calles de todo el país, Venezuela estaba decreciendo a una tasa del -3.88% (FMI, 2017). En 2015 la economía se contrajo aún más, -6.22%. Ya en 2016, la contracción se triplicó llegando a -18%. La inflación en ese 2014 estaba en 69%; en 2015 alcanzó 181% y en 2016 cerraba entre 280% y 750% dependiendo de la fuente. En 2017, el FMI prevé una inflación de 1,133 %, y en 2018, de 2,200%. El índice de escasez, que mide la falta de bienes, llegaba en 2016 a 56% -casi el doble del 2014-, con una escasez en productos básicos de más del 80%. Los datos oficiales posteriores no han sido publicados, pero dado el nivel de inflación actual, se estima que la escasez solo ha tendido a subir. Con todo ello, el Bolívar vale cada vez menos. Luego, está la crisis de seguridad. Solo por ilustrar, de acuerdo con las mediciones del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, A.C., Caracas fue tanto en 2015 como en 2016, la ciudad más violenta del mundo en materia de homicidios por cada 100 mil habitantes.
En ese entorno, es natural que las protestas en la calle estén aumentando, pero no a partir de este año, sino desde mucho antes. Según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, durante 2016, hubo alrededor de 19 protestas diarias, un incremento de 20% contra el año anterior; 70% de esas manifestaciones se relacionó con temas de derechos económicos, sociales y culturales, siendo las protestas por alimentos, por escasez y por vivienda las que ocupan los primeros sitios. En otras palabras, mucha gente, más que protestar por sus derechos políticos, está protestando por hambre. Claro, ya en 2017, las protestas en la calle registran un incremento del 66% con respecto al 2016, y muchas de esas manifestaciones sí se deben a cuestiones políticas. Más aún, ante la desesperación, muchos venezolanos han optado por saquear locales comerciales o centrales de abastos. Durante 2016, el mismo observatorio documentó 816 saqueos o intentos de saqueo en todo el país, 85% más que en 2015.
Ahora bien, frente a un escenario de colapso económico, hiperinflación, escasez de productos básicos, inseguridad, protestas masivas y saqueos, la única alternativa para que el conflicto violento no estalle de manera generalizada, sería el uso eficiente de la política como vía de expresión y negociación entre los actores sociales. Pero esto no ha sucedido. Reportes como los de Amnistía Internacional en 2014, 2015 y 2016, documentan los problemas de impunidad que persisten en Venezuela, así como las violaciones a los derechos humanos y la falta de independencia del poder judicial. Las agresiones contra periodistas y medios de comunicación son cosa frecuente. Quienes se oponen al gobierno tienen que enfrentar “juicios sin garantías y encarcelamientos” (Amnistía Internacional, 2016). La fuerza se usa de manera excesiva y los responsables ante dichas violaciones a derechos humanos no comparecen ante la justicia.
Maduro culpa de las circunstancias no a los factores estructurales que han incubado la crisis, sino a una conspiración entre la derecha local y actores internacionales que buscan la desestabilización. Por otro lado, una oposición frecuentemente desunida, finalmente en 2015 ganó las elecciones legislativas con 65% de los escaños en la Asamblea Nacional (AN). Pero eso no ha resultado en un diálogo entre poderes para atender las condiciones de emergencia o de crisis, sino en un constante enfrentamiento entre el legislativo y el poder ejecutivo aliado con el poder judicial y el poder electoral. Este enfrentamiento derivó durante 2016 en la convocatoria por parte de la Asamblea Nacional a un referéndum revocatorio del mandato de Maduro, el cual no prosperó ya que varias cortes locales determinaron que era ilegal. Maduro de su parte, buscó esquivar a la AN cuando envió el presupuesto del 2017 directamente al Tribunal Supremo de Justicia, en lugar de a los legisladores. Lo que siguió fue el anuncio de un juicio político al presidente por parte de la AN, el cual, como era de esperarse, tampoco ocurrió. Ya para enero del 2017, la Asamblea Nacional decretaba que Maduro había “abandonado su puesto”. Unos meses después, la crisis política alcanza nuevos niveles cuando el Tribunal Supremo de Justicia emitió un fallo que anulaba los poderes de la AN en lo que fue calificado por muchos como un “autogolpe”.
Este es el punto en el que hay que introducir al conflicto un componente adicional: la disidencia interna. No debe sorprender que, bajo las condiciones arriba descritas, hay un número de actores, dentro del propio partido socialista (PSUV), que han decidido oponerse y enfrentar a Maduro. Una de las caras más visibles de esta disidencia, ha sido la (hoy ex) Fiscal General, Luisa Ortega. Poco después del fallo del Tribunal Supremo que anulaba los poderes de la Asamblea Nacional, la fiscal declaraba que dicho fallo rompía con el orden constitucional. Ante la presión, Maduro tuvo que ceder y pidió al Tribunal revisar su sentencia. Pero su enfrentamiento con la Asamblea Nacional no terminó ahí. Tampoco terminaron sus confrontaciones con la disidencia de su propio partido. A ello, hay que añadir un elemento más. En lo que ha sido percibido por la oposición como una maniobra para perpetuarse en el poder, Maduro convocó a una asamblea constituyente para la redacción de una nueva constitución, lo que encendió aún más las protestas y el descontento, no solo en la calle, sino también entre sus detractores de casa.
La disidencia también se ha incubado en las fuerzas de seguridad. Temiendo rebeliones, sobre todo de mandos medios, Maduro y Diosdado Cabello –un político y militar que conserva enorme poder-, se han encargado de mover piezas, arrestar oficiales, y prepararse para contener posibles insurrecciones procedentes del sector castrense. Y para sellar ese complicado panorama, el presidente se ha asegurado de hacerse del control de los “colectivos”, grupos de civiles armados quienes están actuando como una milicia al servicio de Maduro y a quienes se achaca la mayor parte de la represión en las protestas.
Por tanto, lo ocurrido en la semana –los disparos de un helicóptero de la policía en contra del Ministerio del Interior y el Tribunal Supremo en lo que aparentaba ser una insurrección de mayor tamaño-, no es sino la continuación de esa historia: un signo más de disidencia interna que exhibe los síntomas de un entorno altamente descompuesto, en lo económico, en lo social y en lo político. El país no parece estar aún en el punto de ebullición que pudiera representar un golpe de Estado, pero tampoco está demasiado lejos de ese o de otros muy complicados escenarios, de modo que la necesidad de detener la espiral sigue creciendo o los riesgos de violencia serán cada vez mayores.
Twitter: @maurimm