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(Nota: este texto fue escrito antes del ataque de Munich. Al momento de escribir esta nota, no se conoce mayor información al respecto a los autores de dicho ataque; por eso dejo el texto tal y como está, como una reflexión al contexto en el que estos atentados están ocurriendo). A raíz del incremento de ataques terroristas en los últimos años, y concretamente a raíz de los atentados en Orlando, Estambul, Bangladesh, Niza, y más recientemente en Alemania, se ha escrito mucho acerca de los orígenes y la evolución del jihadismo y el fundamentalismo. Otros textos, como el de Mazzetti y Schmitt en el New York Times, se preguntan: ¿Quién es un terrorista y quién es alguien simplemente trastornado? Otros artículos hablan sobre los procesos de radicalización, acerca del odio que se tiene que tener para decidir tomar un camión y arrollar con él a decenas de familias inocentes. Cada uno de esos ángulos es indispensable para tratar de aproximarnos a la complejidad de un tema que tiene al planeta en vilo. Pero parte de nuestro diagnóstico tiene que pasar por entender en dónde se ubica la diferencia específica entre el terrorismo y otros fenómenos, y cómo es que estos terminan entretejiéndose. Permítame ponerlo de manera simple: Se puede asesinar, masacrar a una población completa, se puede perpetrar los peores crímenes por odio y extremismo –como desafortunadamente ha sucedido tantas veces en la historia humana-, y aún así no haber cerrado el círculo que diferencia al terrorismo de esas lamentables violencias. Porque ese círculo incluye a un número de personas que rebasa con mucho al de las víctimas directas. Lo explico:
El terrorismo no es violencia excesiva o extrema a secas, sino violencia premeditada y perpetrada para generar terror en terceros, para afectar el sentido de seguridad de esos terceros, y de ese modo transmitir mensajes, reivindicaciones, alterar sus conductas, sus opiniones, sus actitudes, ejercer presiones políticas, proyectar capacidad de daño hacia unos y/o poder de atracción hacia otros. Por consiguiente, el acto terrorista no se consuma sino hasta que el hecho violento, con todo su potencial de daño, es transmitido, reproducido y comunicado a esos terceros –los verdaderos blancos del ataque-, y el mensaje, explícita o implícitamente, llega a su destino (un mensaje que lo mismo puede ser jihadista que de extrema derecha o de otra ideología).
Lo anterior supone, por tanto, no solo una serie de formas para planear el acto violento (extremo, jihadista, político, o como como se desee clasificar a un hecho en particular), sino una muy peculiar relación entre ese acto violento y los medios de comunicación (lo que hoy incluye a las redes sociales). En otras palabras, el terrorismo, para conseguir sus fines, no puede únicamente utilizar la comisión de violencia -motivada por las causas que sean-, sino que necesita una estrategia de comunicación de esa violencia, la cual a veces es enormemente casera y simple –un mensaje en Facebook, un video selfie en You Tube, una manta con una consigna, una llamada al 911, entre muchos otros métodos-, o a veces es mucho más sofisticada. ISIS, por supuesto, representa esto último en su máxima expresión. Con esa organización una o varias decapitaciones, por ejemplo, no conforman únicamente actos de violencia extrema, sino que hay todo un aparato encargado de la preproducción y la postproducción de videos para que ese hecho de violencia utilice simbología y discurso minuciosamente seleccionados, y así, el mensaje deseado llegue lejos y llegue hondo. Se sabe que muchos de estos actos violentos son incluso cometidos días o semanas antes de ser publicitados. En otras palabras, una cosa es la violencia extrema que mata y la manera en que se mata. Otra cosa es la forma como esa violencia se reproduce y retransmite para impactar psicológicamente a terceros. El terrorismo no es lo primero, sino la utilización de lo primero para conseguir lo segundo.
El jihadismo global y el extremismo que le acompaña desde hace décadas, entonces, son fenómenos que deben ser estudiados en toda su complejidad. En tiempos recientes estos incluyen la conformación de organizaciones y redes transnacionales, la radicalización de personas, su adoctrinamiento y reclutamiento, la conquista de territorios, la toma de ciudades enteras, los múltiples asesinatos de inocentes y múltiples violaciones a mujeres, así como toda clase de vejaciones y violencia extrema que tristemente hemos atestiguado. De igual manera, se puede estudiar el perfil del atacante de Orlando, el de Niza o cualquier otro, y se puede detectar, quizás, una serie de cuestiones y motivaciones individuales que pueden ir desde algún síntoma de enfermedad mental, hasta otro tipo de impulsos personales para cometer un atentado.
Sin embargo, el punto en el que todo eso se convierte en terrorismo es cuando las siempre lamentables víctimas de esa violencia, son utilizadas solo como instrumentos para afectar a millones de terceros y transmitir a esos terceros la sensación de que ellos son también víctimas en potencia. Porque entonces, a esos terceros, como decía Zimbardo, se nos cuela el monstruo en el closet, en la cama. Porque entonces, a esos terceros, nos da miedo viajar o salir a la calle. Suspendemos eventos públicos. Elevamos nuestras “alertas”, evacuamos estaciones y espacios públicos a la menor sospecha de algo o alguien. Modificamos nuestros patrones de conducta, nuestras preferencias políticas, cambiamos nuestras leyes y caemos, también nosotros, víctimas de otros extremos.
Lograr lo anterior no es simple. Se requiere de técnicas y métodos de comunicación que, en el caso de ISIS, incluyen el uso de 50 mil cuentas de Twitter que emiten unos 90 mil tuits diarios (Brookings, 2015), la constante apertura de grupos de Facebook, el conocimiento de cómo influir conversaciones en esas redes sociales. Esos métodos incluyen también la selección de blancos a ser atacados, la selección del horario de los ataques para atraer mayor cobertura mediática. Incluyen el reclutamiento a distancia. Incluyen tutoriales de cómo armar explosivos o cómo perpetrar un ataque en el barrio o ciudad del atacante. Incluyen el llamado a los seguidores a cometer ese ataque e incluyen un “sex appeal” trabajado cotidianamente para producir respuestas en esos seguidores. Y, claro, esas estrategias también incluyen el saber cómo y cuándo apropiarse de esos atentados y las maneras de comunicarlo a terceros para que esos actos pasen a formar parte de todo el esquema.
Analista internacional.
@maurimm