El pasado miércoles, un miércoles cualquiera, Irak tuvo el día más sangriento en lo que va del año. Un mercado. Una plaza pública. Un puesto de control. Tres ataques suicidas en un mismo día. Unos noventa civiles y cinco policías muertos. Decenas de heridos. En la última edición del Índice Global de Terrorismo, Irak registra 10, el nivel más alto del planeta. La organización anteriormente conocida como Al Qaeda en Irak, contra la que Washington sostuvo una cruenta lucha la década pasada, y que hoy es mejor conocida como “Estado Islámico”, ISIS o Daesh, -nada menos que la responsable de los atentados arriba mencionados- controla una quinta parte del territorio, incluyendo la segunda ciudad más importante del país. Ello ha ocasionado que, tras su muy anunciada retirada, Estados Unidos haya tenido que regresar a combatir a esa misma organización que ya había combatido, teniendo que reconocer que las instituciones iraquíes que habían dejado, capacitado y entrenado antes de partir, no eran lo suficientemente sólidas como para resistir los riesgos. En medio de toda esta situación, hace solo unos días, Bagdad se declaró en estado de emergencia cuando cientos de manifestantes leales al líder chiíta Muqtada al Sadr protestaban y penetraban las instalaciones del parlamento. Las disputas sectarias están a flor de piel y ponen en jaque el futuro político de un país que fue intervenido militarmente hace trece años como parte de la estrategia de “combate al terrorismo”, pero que es hoy la nación más golpeada justamente por el terrorismo y la segunda menos pacífica de todo el globo (IEP, 2015).
En efecto, hace poco más de trece años, Colin Powell se paraba ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y elaboraba toda una exposición multimedia acerca de cómo Irak poseía armas de destrucción masiva, y acerca del involucramiento de Saddam Hussein en los atentados del 9/11, factores por los cuales, una intervención internacional era necesaria. Las justificaciones de la intervención no están ya en disputa. Tanto la existencia de armas de destrucción masiva en ese país como el rol de Bagdad en los atentados del 9/11 fueron posteriormente descartados. Pero al margen de ello, lo importante es que con aval o sin aval de la ONU (en este caso, sin), una coalición de países toma la decisión de invadir un país, derrocar a su líder, y posteriormente, cuando las condiciones políticas o incluso financieras así lo dictan, todos se marchan sin garantizar que en el país invadido queden asentados los pilares de una construcción de paz de raíz.
Irak es un país enormemente complejo. Sunitas, chiítas, kurdos y otros grupos étnicos y religiosos, han tenido que coexistir dentro de las fronteras de un estado nacional creado, como muchos otros de la región, como parte de los arreglos postcoloniales entre potencias y élites locales. Tras décadas de inestabilidad, el partido Baath, al que Saddam Hussein pertenecía, logró consolidar el control empleando todos los medios que estuviesen a su alcance. Las circunstancias bajo su gobierno, el cual duró más de dos décadas, estaban muy lejos de poderse considerar “pacíficas” y muy probablemente ahí yacían latentes todos y cada uno de los males que hoy vemos aflorar. Sin embargo, tal y como sucede en Afganistán o posteriormente en Libia, los factores que terminan detonando las condiciones de terrorismo, inestabilidad y violencia que hoy el país vive, son la intervención internacional y el derrocamiento del líder que concentraba en sus manos todo o casi todo el poder. Bush eligió correr ese riesgo con el objeto de afianzar la posición geopolítica de Washington en una región que él y sus asesores consideraban estaba perdiéndose incluso desde antes de los atentados del 2001.
No obstante, el fracaso estratégico quedó a la vista unos años después. Irak, lo mismo que Afganistán, lejos de representar lo que muchos argumentaron iba a ser un “negocio” financieramente productivo, secaba las arcas del Tesoro todos los días, contribuyendo a producir el endeudamiento más elevado en la historia de Estados Unidos. La estabilidad nunca llegó. Proliferaron las masacres, los conflictos armados entre grupos étnicos y religiosos. La guerra contra Al Qaeda generaba pérdidas humanas inocentes por millares, y más importante para efectos de la opinión pública estadounidense, cientos de pérdidas estadounidenses cada año. El apoyo público a esa intervención, muy favorable al inicio, se fue desplomando costándole a Bush decenas de puntos en su popularidad. Así que, debido a factores financieros, políticos y estratégicos, urgía emprender la retirada. Bush dejó el camino trazado antes de terminar su gestión, y Obama lo convirtió en uno de sus grandes temas de campaña. Sin embargo, al igual que en el caso de Afganistán, el Pentágono advirtió que el repliegue se debía hacer más paulatinamente de lo que se hizo. Obama optó por no escuchar ese consejo y siguió adelante con el calendario de retiro. Washington padecía los efectos financieros de la crisis del 2008. El déficit fiscal se encontraba en su peor momento y era indispensable reducirlo. Es más, la embajada estadounidense en Bagdad, entonces la mayor misión diplomática de todo el planeta, fue recortada a la mitad. Ni siquiera para eso ya alcanzaba el dinero. Y en 2011 se fueron.
Al Qaeda en Irak (hoy ISIS) quedó muy lastimada, pero no murió. Supo cómo y cuándo reagruparse. Supo aliarse con algunos exmilitares y exfuncionarios sunitas de tiempos de Saddam Hussein –enormemente resentidos no solo con los estadounidenses que derrocaron a su líder, sino con los chiítas del país que les excluyeron de todo proceso político- y retomó su fase expansiva. Esa organización islámica penetró, por un lado, la guerra civil en Siria, y por el otro, se aprovechó de la debilidad que presentaban las instituciones de seguridad iraquíes que habían quedado tras el retiro estadounidense. Un día, la agrupación terrorista atacaba las cárceles y liberaba a decenas de reos que posteriormente ingresaban a sus filas. Otro día, tomaba una aldea, un pozo petrolero o saqueaba un banco. Una mañana de junio del 2014, ya habiendo roto con Al Qaeda, ISIS conquistó Mosul la segunda ciudad de Irak y puso al mundo a temblar con sus videos y sus amenazas. Días después fundó su Califato y demandó ser llamada “Estado Islámico”. Obama, finalmente se dio cuenta de que se había retirado de Irak demasiado pronto y tuvo que regresar.
El problema que hoy se presenta no es, en cuanto a sus componentes, muy distinto al de hace una década, solo que, después de varios años más de violencia y guerra, los retos son de dimensiones mucho mayores. Se requiere, en efecto, si no eliminar, al menos contener y reducir el potencial de ISIS para ejercer daño, así como recuperar para el estado iraquí el pleno control de su territorio. Pero una vez efectuado eso, la labor incluye el fortalecimiento de las capacidades de ese estado para resguardar su seguridad, la plena consolidación institucional, la generación de un sistema para compartir el poder que sea satisfactorio para todos los grupos étnicos y religiosos en un marco de inclusión y de respeto a los derechos –humanos, políticos, sociales y económicos- de cada uno, además de un proceso interno de reconciliación e integración, factores que o bien brillaban por su ausencia, o nunca terminaron de afianzarse cuando las potencias se retiraron del país. Suena complicado pero la falta o debilidad de cada uno de los elementos anteriores, es precisamente lo que alimenta el terrorismo y la violencia, situaciones que por cierto en un mundo interconectado como el que hoy habitamos, no se quedan en Irak, sino que llegan hasta sitios cercanos como Siria, Libia o Yemen, o sitios lejanos como París y Bruselas.
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