“De hecho gané todo”, decía Trump tras su victoria en Carolina del Sur. “Gané con la gente baja y la gente alta. Gané con la gente gorda, con la gente flaca. Gane con los muy educados, con los medio-educados y con los que no están educados en absoluto. Gané fuerte con los evangélicos y gané con los militares”. La realidad es que el candidato no estaba tan equivocado. El mayor logro de Trump, quizás, es haber leído correctamente a una importante parte de la población estadounidense; luego, haber tomado posesión casi total del mensaje que esa parte de la población quería escuchar, y, por último. haber sabido comunicar que era él y solo él quien enarbolaba realmente esa bandera. Esa parte de la población estadounidense que ha quedado encantada con su discurso –a veces directo, otras veces vago y ambiguo, y otras, claramente contradictorio- no tiene un perfil único. Es decir, podríamos hablar de una transversalidad en la capacidad de Trump de conquistar sectores muy distintos de la sociedad, porque supo adueñarse de un hartazgo que no es privativo de determinadas regiones, clases o grupos sociales. El resultado es que hasta ahora, ese candidato lleva la agenda a donde quiere llevarla, y saca provecho de todos y cada uno de los golpes que sus rivales pretenden asestarle.  El riesgo es que quienes seguirán contendiendo con él -Clinton incluida; en su momento, habrá que ver cómo es que ella decide responder- podrían caer ante la tentación de los dividendos que parecen aportar un discurso y una agenda política con esas características.

Podríamos analizarlo desde muchos ángulos. Por ejemplo, aún con el desempleo en niveles bajos, el déficit fiscal en reducción, el dólar fortalecido y los precios de gasolina más baratos que en muchos años, según encuestas de hace unas semanas 6 de cada 10 estadounidenses siguen sintiendo que su país se encuentra fuera de rumbo y uno de cada dos desaprueba la gestión de Obama; 55% piensa que no es un líder fuerte, y casi 1 de cada dos personas indica que es deshonesto. De acuerdo con diversos estudios, una mayoría de estadounidenses -a 14 años de los ataques terroristas del 9/11, y tras las guerras de Afganistán e Irak- reportaban sentirse más inseguros en 2015 que en 2001, además de que expresaban sentir que Estados Unidos se encuentra enormemente debilitado por el manejo de política exterior de los últimos años.

Estos sentimientos propician un entorno favorable para que alguien capaz de enarbolar un discurso de liderazgo a través de la promesa de la recuperación de la eficacia, la fuerza y el poder que muchos sienten mermados, recoja el descontento y se adueñe de él. La pregunta es cómo es que ha sido Trump quien, por encima de otros, lo ha logrado, y cómo es que su mensaje ha penetrado en capas de población tan diferentes. Un estudio de diciembre que fue conducido por Civis a iniciativa del partido demócrata, ya detectaba que no había un perfil claro de quienes iban a votar por él. Su fuerza se ubicaba tanto entre republicanos menos afluentes, menos educados y menos entusiastas por votar, como entre un sector distinto que se definía como republicano pero que estaba registrado como demócrata. Según ese estudio, su poder de atracción estaba en el sur, pero también en el norte industrial. Su apoyo penetraba todos los grupos demográficos, incluso entre determinados grupos de hispanos, por extraño que pueda parecer. ¿Cuál es el denominador común entre estos electores? Las encuestas de salida publicadas por el New York Times el pasado supermartes aportan algunas claves:

El elector parece haber votado por Trump simplemente porque “dice las cosas tal y como son”. Y porque prefiere a alguien que percibe como externo a la política. Punto. Retar lo políticamente correcto paga porque los “políticos” no parecen dar motivos para el orgullo. Un electorado enojado, frustrado y con miedo. Lo que hay que preguntarse, más bien, es quién no piensa o se siente así. Muchos de los análisis –entre quienes debo reconocer, me incluyo- giraban en torno a cómo el techo de este candidato era limitado, y cómo es que el grupo de los “Never Trump” (aquellos quienes no votarían por Trump bajo ninguna circunstancia) ultimadamente prevalecería. Vemos que, al menos en lo que va de las primarias republicanas, ese no ha sido el caso. Es decir, Trump parece estarse ganando el apoyo incondicional de un sector de la población cuyo principal elemento común es el hartazgo por los métodos convencionales de hacer política y de emitir discurso. Para estas capas de la población, la coherencia discursiva resulta irrelevante. Chemi Shalev del diario israelí Haaretz lo pone en estos términos: Trump no está a favor o en contra de ciertos temas de la agenda, sino que es principalmente incoherente. Improvisa según se van dando las cosas. Dispara desde el labio. Dice una cosa un día y la opuesta el siguiente. La cuestión es que eso parece redituar. La mayor parte de encuestados indicaba que había decidido su voto varias semanas antes de que iniciasen las primarias. Trump parece ser un candidato a priori. Por eso, cuando dice “sí”, sus seguidores lo aplauden. Cuando dice “no”, también.

Una opción -la opción que la mayoría de sus contrincantes ha elegido hasta ahora- es combatirle de manera frontal, intentar ridiculizarlo, atacarle. Muchos medios liberales se burlan de él, de su ambigüedad, de sus contradicciones. Se suben toda clase de memes y bromas a las redes. Es común que, dentro de esas estrategias, a veces desesperadas, sus rivales se enfrasquen con él, en “pleitos al estilo secundaria que han sobresaltado a muchos republicanos, pero que han hecho poco para mermar el amplio atractivo de Trump”, o en discusiones que incluyen “insultos acerca de la hombría” o acerca del tamaño de las partes del cuerpo, como relatan las descripciones del último debate en Detroit (NYT, 2016). Pero al final, todos terminan cayendo en la trampa, pues cada una de esas respuestas parecen fortalecerlo ante un potencial elector a priori que piensa que “él dice las cosas tal y como tienen que decirse”.

Y ahí es donde se presenta la otra opción. Quizás la más riesgosa, pero que podría terminar siendo atractiva para quienes sigan contendiendo en esta fase, y probablemente en las fases que siguen: emplear sus mismas estrategias para disputarle una parte de ese sector de la población que se manifiesta harto y frustrado y, de pronto, hasta hacerle competencia en ciertos temas. Alguno de sus contrincantes podría de tratar de apropiarse de la explotación de lo desigual, del terror a causa de la “invasión musulmana” o del pánico ante peligro que solo se resuelve con muros más altos, con formas menos diplomáticas de relacionarse con otros países, sentimientos que, como indican los estudios arriba señalados, no solo existen entre republicanos, sino entre demócratas, y que han permeado fuerte la geografía y demografía de la máxima potencia del planeta.

Analista internacional. @maurimm

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