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Desde el espacio no se ven las fronteras ni las banderas, ni se escuchan himnos, ni se distingue a los héroes. Para ello hay que tener los pies en la Tierra.
Las fronteras están delimitadas o por accidentes geográficos o por ignominiosos muros. En el planeta hay odio y rencor.
Desde las ballestas hasta los misiles, las fronteras se han recorrido y los países se han dibujado y desdibujado muchas veces. La industria del armamentismo ha generado más terror y más muerte. La ciencia y la tecnología también se han puesto al servicio de la guerra.
Las guerras se han desatado ancestralmente por tres razones: 1) La conquista, esto es, el deseo de ampliar el dominio en un territorio y después a la inversa, la independencia del conquistador; 2) El interés por determinados recursos naturales o por el control de una posición geopolítica estratégica y 3) La forma de pensar, expresada como religión o ideología.
Los puntos cardinales han servido para enfrentar el este con el oeste y al norte con el sur. Hoy, el mediterráneo vuelve a estar en el mapa de un conflicto. Roma y Cartago, tres siglos antes de Cristo, se disputaron la hegemonía del Mediterráneo occidental; ahora el problema se focaliza en el oriente.
En la Edad Media, las Cruzadas implicaron el choque entre cristianos y musulmanes. En nombre de Jesús y de Mahoma se enfrentaron y dividieron los pueblos. El imperio Bizantino en un mapa actual tendría, en parte, coincidencia geográfica con las últimas guerras del siglo XX y las primeras del XXI: Afganistán, Irán, Iraq y ahora Siria. El orden no es cronológico sino de Este a Oeste.
La historia la cuentan los vencedores, pero en tanto alguien vence —si alguien puede vencer— se distingue entre los buenos y los malos, entre los que tienen la razón y los que no la tienen, entre los extremistas y los moderados, entre los civilizados y los bárbaros. Maniqueísmo puro.
El siglo XX tuvo dos guerras mundiales. A la segunda le siguieron años de Guerra Fría e invasiones, aparentemente justificadas, para impedir el avance del comunismo. La guerra más desigual y condenada de la historia ha sido, sin duda, la de Vietnam.
En el ínterin, hubo en distintos países guerras civiles y guerras intestinas, guerras de baja intensidad y guerras denominadas no convencionales, guerras invisibles y guerras sin fin. Desde Iraq, con el ingrediente del terrorismo, puede que sea necesario ampliar la tipología.
Algunas guerras han terminado civilizadamente con Tratados de Paz y la ONU ha entrado a vigilar el cumplimiento de los pactos. Hoy se ve obligada a atender las consecuencias del conflicto más que sus causas. Tiene una de las misiones más difíciles desde su creación, porque desde el punto de vista institucional, el llamado Estado Islámico no tiene forma jurídica alguna.
Ha habido apoyo a los refugiados, pero la migración multitudinaria continúa y ahora, después de los atentados en París, se suma la agravante de que ningún sirio goza de la presunción de inocencia. Menos puertas les serán abiertas y miles de víctimas seguirán atrapadas entre el mar que ahoga y la tierra que incendia.
La imagen de Aylan, el niño encontrado muerto en las playas turcas conmovió al mundo, pero no de manera suficiente para parar la sinrazón. Después del 13 de noviembre, Aylan queda en el olvido y Occidente apoya con más fuerza a los suyos. Se recrudecen y profundizan las diferencias raciales y religiosas. El terrorismo es siempre condenable, pero se habla más de la reacción del Islam que de la acción de Occidente. Los intereses económicos y políticos soterrados se intuyen pero no se nombran.
En esta guerra hay un dolor inenarrable que no se ve cómo se pueda aminorar en el corto plazo. ¿Qué puede dar aliento a la esperanza?
Directora de Derechos Humanos de la SCJN