En general, se asume que el discurso de juramento de Donald Trump reprodujo sus promesas de campaña y confirma su sicopatía. Que se dirigió a su base política. Con todo, sí hubo un llamado a la unidad nacional, que muchos no detectaron. Dijo que “nosotros, los ciudadanos de Estados Unidos nos unimos ahora en un esfuerzo nacional para reconstruir nuestro país… Juntos podremos determinar el curso de Estados Unidos y del mundo en los años venideros”. Y también al señalar que “cuando Estados Unidos se une, es totalmente imparable”. Incluso, hablo de unidad entre las razas y el respeto a los derechos y libertades de todos los estadounidenses sin importar el color: “Somos una sola nación… ya seamos negros, o morenos o blancos, todos sangramos la misma sangre roja de los patriotas, todos disfrutamos de las mismas libertades gloriosas y todos saludamos la misma gran bandera estadounidense”. Lo paradójico de esta parte del discurso es que es el propio Trump quien ha alimentado las divisiones y la confrontación racial, sexual y social. Baste ver el encontronazo de sus disidentes con sus seguidores y policías en Washington DC. Y Trump inicia con sólo 40% de aprobación frente a más de la mitad que lo rechaza. ¿Unidad? Por otro lado, arremete contra la clase política con un típico discurso antisistema. Es difícil construir una unión constructiva con tales fisuras y resentimientos. Dijo que a partir de ahora, se devuelve el poder —que tenían secuestrado los políticos— al pueblo, a nombre del cual gobernará Trump. Una amenaza de corte populista a la institucionalidad política y republicana (que muchos temen no resista el embate trumpiano).

Por otra parte, Trump cambia dramáticamente la interpretación de la historia y realidad norteamericanas. Todos —menos Trump— saben que Estados Unidos se convirtió en potencia mundial desde la Primera Guerra, y que se ha entrometido en todo el mundo —bajo pretexto de promover la democracia y el libre comercio— para beneficiarse de los demás países. Ahí están las múltiples intervenciones en América Latina, Medio Oriente, África y Asia. De todo ello buscaba un beneficio geopolítico y económico. Su famoso Destino Manifiesto está incluso plasmado en su himno nacional (de 1812) cuando propone: “Luego conquistar debemos, cuando nuestra causa sea justa”. Un auténtico imperialismo, aunque con formas y estrategias distintas a la de los imperios tradicionales. Pero Trump presenta a su país como una pobre víctima que ha sido explotada por el resto del mundo, o bien como buen samaritano que se dedicó a ayudar a los demás países, y estos abusaron de su bondad: “Hemos defendido las fronteras de otros países mientras nos negábamos a defender las nuestras… Hemos enriquecido a otros países mientras la riqueza, la fortaleza y la confianza de nuestro país desaparecían tras el horizonte… Se ha arrebatado la riqueza de nuestra clase media para redistribuirla por todo el mundo”. La historia al revés.

Este anunciado repliegue puede causar grandes trastornos geopolíticos, como el rearme —incluso nuclear— de varios países y regiones. Pero muchos lo celebran como el principio del fin del imperialismo yanqui (y el inicio del chino). Las políticas comerciales y geopolíticas de Trump podrían ser desastrosas para su país. Algo que no visualizaron sus electores, que simplemente quisieron creer en su rudimentaria retórica de nacionalismo aislacionista. Fecha histórica, el 20 de enero de 2017. Un renacimiento nacional, ¿a costa del fin del Imperio? Pero eso sí, sin ser un hombre religioso, sugiere Trump que Estados Unidos es el pueblo elegido por Dios: “La Biblia dice, ‘Qué bueno y placentero es que el pueblo de Dios —Estados Unidos— viva unido”. Incluso, como en la historia bíblica, la lluvia confirmó el visto bueno del Todopoderoso a la coronación de Trump. Fundamentalismo religioso, pero no a partir de la doctrina de Jesús, sino en los muy contrarios preceptos de Jehová (personaje por cierto muy parecido a Trump en lo que hace a su narcisismo, xenofobia, intolerancia, racismo, misoginia y homofobia).

Profesor del CIDE.
FB: José Antonio Crespo Mendoza

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