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Cuando digo “perro” entiendo “perro”, y me parece que Adán hizo un gran trabajo a la hora de empatar a la palabra con su significado, que el perro no podría tener mejor nombre ni el nombre ser más adecuado para otro animal. Pero cuando alguien me llama Jorge no volteo, siento que llaman a otro. Al completar algún formulario, cuando me exijo recordar y ser consciente de cierta información (edad, dirección, etcétera) siento a mi nombre de pila, esa marca fundacional de la identidad, como algo ajeno a mí.
A veces se me ocurre que mis padres simplemente se equivocaron. Que nací con la cara, el temperamento y las ambiciones de un Fernando, o de un Enrique, o de un Manuel, y que no supieron, como Adán, empatar el nombre con la esencia. Un error de cálculo cometido entre dos padres jóvenes y primerizos que tienen que nombrar a un pedacito de carne apático y aún sin atributos, nada más.
Pero ese es el escenario benévolo. Su antípoda, más oscura, es esta: me pusieron Jorge creyendo que yo era otro, un hijo cuyo lugar en el mundo usurpé. Y es el otro, el Jorge original, quien me desconcierta y duele como duelen las extremidades amputadas cada vez alguien me llama así, con ese nombre robado. No importa que lleve 33 años intentando acostumbrarme; cada vez que alguien intenta atraer mi atención me recuerda que soy un polizón, un suplente. ¿En qué momento y forma asesiné al verdadero Jorge, el primogénito de mis padres, quinto y legítimo sucesor con derecho pleno a heredar el nombre de los ancestros? ¿Volverá, el otro, algún día a reclamar la familia, los amigos, la esposa y el resto de los privilegios que le corresponden y que acumulé bajo su sombra?
He pensado que este fenómeno –que me angustia en medio de una reunión familiar o llenando un formulario– se debe, en realidad, a cierta nostalgia por lo que pude haber sido y no soy. Nunca asesiné a mi hermano gemelo, al legítimo primogénito, en el vientre de mi madre, sino que con cada decisión, por nimia y ridícula que parezca, tomé un camino y no otro, y con ello renuncié a ser otras versiones de mí.
Son todos esos Jorges los que sí asesiné y, como las extremidades amputadas –esos fantasmas a los que les da comezón y duelen incluso tras muchos aniversarios de ausencia– ahora me reclaman que fui, o pude haber sido, más vasto, más amplio que lo que cabe en esa denominación arbitraria que es mi nombre y que hoy me cercena y define.
Es todo esto, creo, lo que me deja con la sensación de habitar una vida ajena cuando alguien me pide la sal en la mesa.
@caldodeiguana
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