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Uno ya no puede sentarse en una reunión a despotricar impunemente en contra de los libertinos, los malintencionados o los deliberados imbéciles. Ya nada es bueno o malo en sí mismo, nada puede decirse verdadero o falso. Todo, en este tiempo nuestro, depende del sujeto y su santa opinión.
Este proyecto de autoengaño compartido –que podría considerarse el proyecto más grande de la historia en contra de los juicios de valor– se sostiene en una máxima: la regla social que ordena no juzgar a los demás.
Cualquier juicio (emitido sobre personas, creencias, obras, productos) causa resquemor e incomodidad entre los escuchas, tal como si alguien violara un pacto secreto –y ese es, precisamente, el caso. Decir, por ejemplo, que el dios de algún libro antiguo era un narciso mafioso y cabrón, y luego argumentarlo, saca ámpulas en casi cualquier sensibilidad, incluso en la de no creyentes. O hablar pestes y descalificar a la homeopatía como vil chamanismo también provocará reacciones: “Sí, bueno –dirá el que quiera zanjar la discusión por incómoda–, pero que la gente a la que le gusta la homeopatía la use, y listo”. De acuerdo: todos estamos en nuestro derecho de lo que sea mientras no afectemos a los demás, pero eso no quita que la homeopatía sea una de las formas más estúpidas que ha descubierto la raza humana para gastar su quincena, ni tampoco contrarresta el hecho de que –comprobación científica mediante– no funciona.
Desde siempre, a mí todo esto me ha parecido muy sospechoso, y luego de pensarlo creo haber descubierto el origen de esta guerra en contra de los juicios de valor. Déjeme se lo adelanto: nos negamos a juzgar por mera conveniencia. Aquí mis argumentos:
1ero.- En un nivel muy básico, al no juzgar evitamos la fatiga, pues no debemos ponderar el fárrago de circunstancias que agravan o atenúan un caso.
2do.- Así como evitamos la fatiga, evitamos el hacernos responsables de emitir un dictamen justo o injusto, y ya se ha visto en la Historia que la gente huye de la responsabilidad como de las plagas.
3ero.- (Aquí los beneficios son más concretos para cada uno de nosotros). No juzgar a los demás es como firmar un pacto de no agresión: en la medida en que yo no juzgue, no seré juzgado. Esto último se parece a los pactos de inmunidad que firman el gobernador entrante y el saliente.
4to y último.- Cuando flotamos en este ambiente anti-juicios, implícitamente quedamos absueltos de juzgarnos a nosotros mismos y a nuestras acciones.
Ahora bien: esta nueva moda tiene un fin más profundo que evitarnos la incomodidad de juzgar y ser juzgados. En el fondo, el clima anti-juicios sostiene la idea fundacional de la modernidad de que todos somos iguales: si no juzgo, no puedo priorizar; si no priorizo, nada ni nadie vale más que su contraparte.
Se trata de una igualdad anodina y falsa, pero cómoda. Y es, claro, una ilusión: las cosas, personas o acciones no dejan de ser peores o mejores o falsas o verdaderas porque nos neguemos a decirlo. Por mucho que lo calle, yo no soy mejor escritor que Borges ni mi sobrina mejor retratista que Jacques-Louis David.
Entiendo que, de hacer lo contrario, de promover los juicios (inteligentes, sabios, justos), se haría patente que hay cosas, personas e ideas mejores que otras, y que cada quien acabaría en su justo –pero muchas veces incómodo– lugar. Entiendo también que esto acabaría con la paz mental de los medianos, que hoy son mayoría. Así que, echando mano de mi afán demócrata, sugiero que continuemos con nuestra política anti-juicios creyendo que somos corteses, aunque en realidad sólo seamos cobardes.
Jorge Degetau
@caldodeiguana
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