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Hace poco platiqué con un australiano que viajaba por nuestro país. Le pregunté sus impresiones sobre nuestra capital, donde pasó unos días. En determinado punto de la respuesta, hizo una observación que me maravilló: nunca sintió haber llegado a la Ciudad de México. Esto, porque no encontró el símbolo que en su imaginario la representara.
Esa interpretación –que para nosotros, locales, se vuelve imposible por un exceso de familiaridad con la ciudad– es, me parece, correcta. Cuando se viaja a París, uno comprueba que ha llegado porque ve la Torre Eiffel o Notre Dame; en Nueva York están el Empire State o la Estatua de la Libertad como marcas ineludibles. Pero en nuestra capital nada confirma el arribo. Esta quizá sea la sensación de muchos foráneo: podrían sentirse en alguna ciudad de Latinoamérica o España, pero no concreta e innegablemente en la Ciudad de México.
Desprendamos varias conclusiones de esto. La primera es que la Ciudad de México no es, para un extranjero, icónica. Lo digo en el sentido de que no tiene landmarks o puntos de referencia lo suficientemente precisos y hondos para identificarla entre el concierto de las capitales del mundo. Carece de un símbolo que la resuma y frente al cual un visitante sienta el peso de su presencia.
Esto no es bueno ni malo. Ocurre lo mismo en lugares como Hanói o Montevideo o Sanliurfa, y eso no demerita en nada la experiencia del visitante. Estas, como la Ciudad de México, son destinos a los cuales se va para sentir el pulso de la ciudad, su vibra.
De eso trata la segunda conclusión: como viajeros, bien podemos dividir a las ciudades como destinos icónicos o destinos de pulso. En realidad, siempre que viajamos lo hacemos para experimentar ambas facetas, pero en algunas ciudades siempre serán más potentes sus íconos. Este es, me parece, el caso de París: se trata de una maqueta, es el Disneylandia para adultos. La mayoría de los trotamundos que conozco no le guardan ningún aprecio, pues después de la segunda o tercera visita ya se ha vaciado de todo tipo de emoción. Igual ocurre con Sídney y su Opera House. Pero no con Roma ni con Berlín, que en términos de experiencia y contraste ofrecen algo mucho más allá del Coliseo y la puerta de Brandeburgo.
La Ciudad de México quizá carezca de grandes íconos, pero tiene un pulso patente y único. Ya era una metrópoli cuando llegaron los españoles, y durante toda la época virreinal miró hacia abajo –desde sus palacios– a cualquier población gringa, todas hechas de madera. Mientras la gobernaban los aztecas, fue conquistada en una de las maniobras militares más memorables de la historia; luego fue arrasada y las piedras talladas de sus pirámides sirvieron para construir sus mansiones y catedrales. El extinto sistema de chinampas que aún sobrevive en Xochimilco la emparenta con ciudades exuberantes como Venecia o Bangkok o Angkor Wat. También unió al Oriente con el Occidente mediante la Nao de China. Y es, por si todo esto pareciera poco, crisol del territorio mexicano. Esto último se dice fácil pero no es poca cosa: producto de su historia y su topografía –de las que se deriva nuestra enorme diversidad biológica, paisajística y humana– México país es una de las potencias culturales del mundo.
Todo esto se puede percibir cuando visitamos nuestra capital. Su bagaje, su pasado, sin importar si es descifrable para todos o sólo para las almas observadoras, se empalma con el pulso de la ciudad viva, la de hoy: la del tráfico, las prisas, aquella que nos deja con la sensación de que todo lo que ocurre en el universo ocurre en esa ciudad, de que la ciudad es, en sí misma, un universo autónomo y vivo.
En fin: a la ciudad de México se le puede sentir un pulso antiguo y poderoso, un alma compleja y multitudinaria. Por eso resulta decepcionante que algún turista piense que, para sentir que ha llegado a nuestro país o a su capital, debe haber visto el mar desde un resort.
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