Antes de la revancha, sentado sobre un banquillo, el excampeón tiene la vista ociosa. Su entrenador, en cuclillas frente a él, venda sus puños en silencio. El resto del equipo está disperso por el vestidor, unos fingiendo hacer algo que les impida mirarlo a los ojos, otros, detrás de puertas medio entornadas, susurrando palabras que trepidan con la fiebre de la duda. Bajo una luz blanca y mortuoria, la plaga de la deserción es inminente, y al boxeador lo oprime una soledad de pura ley como no había sentido nunca.

Los mismos comentaristas que ahora lo critican fueron quienes le fincaron su primer apodo, La Máquina, casi dos décadas atrás, cuando aún no había ganado nada importante. Era un apodo justo, e incluso el excampeón sabía que peleaba sin alma. Cada vez que buscaba las razones de su éxito, llanamente concluía que había entrenado a su cuerpo para hacer las cosas correctas, y que su cuerpo era capaz de hacerlas mejor que los demás cuerpos. Así de simple. Nunca fue engreído, pero tampoco apasionado, porque consideraba que lo suyo no era un arte sino una técnica: su capacidad entrenada siempre estuvo por encima de las circunstancias y las dudas, nada le pareció antes indeterminado o suelto gracias, según él, a que entrenaba de cinco am a cinco pm.

Así fue su vida hasta que enfrentó al muchacho. Durante la primera pelea, el joven en ascenso –un portento, un terrorista– lo había llevado a la lona con un upper invisible en el tercer asalto. Entonces los amigos del excampeón le recomendaron la justificación o el retiro, los cronistas arguyeron por todos los canales que su tiempo ya había pasado; él no escuchaba. En parte porque, con treintaicinco años a cuestas, era apenas un niño que sabía pegar y esquivar, huir y contraatacar, y en parte porque aún miraba obsesivamente la grabación de su derrota intentando convencerse de que él y no otro fue quien recibió esa pedrada de realidad, ese regicidio disfrazado de upper que rehuía a su entendimiento. Fue en medio de esta turbulencia que, confundido y roto, pero determinado, pactó la revancha.

Cuando le alistaba los guantes, el entrenador miró al excampeón a los ojos. El tiempo de la revancha había llegado. Le dijo, mientras lo sujetaba de los puños, que ganarían, y no se lo dijo una sino dos veces, una afirmación que nunca, ni cuando se enfrentó al muchacho por primera vez ni en ninguna otra pelea, le había dicho. Sólo hay que ser fiel a la estrategia que estudiamos, remató. Y al boxeador lo enterneció ese asalto de falso optimismo: ambos sabían que se había agotado la mina de su talento semidivino. Lo haría, noquearía al muchacho con mucho gusto, si sólo supiera cómo. De pronto el mundo, que antes era un lugar diáfano y navegable, se tornaba ininteligible, una tierra nunca antes cartografiada. Tras comprobar que había perdido su confianza, un hecho tan nítido y palpable como una canica de cristal, se preguntó si el superávit de talento físico que le había otorgado tantos éxitos no había sido simplemente un capricho de la naturaleza, una anomalía afortunada tan fortuita e inmerecida al venir como al irse. Sintió que todo cambiaba, que no quedaban asideros, y se encaminó a la salida, rumbo al ring.

Ya se escuchaba el rumor de la multitud en el pasillo cuando, turbado como estaba, en el marco de la puerta de salida vio a su padre. Seguía cabizbajo. Sólo dos días antes había aconsejado a su hijo echando mano del concepto de madurez, de aceptar la idea del fin de una carrera larga y fulgurante, pero él excampeón consideró insana esa resignación. Un luchador lucha para luchar, sin importar el resultado, le replicó. Si antes había peleado para ganar, ahora debía pelear para perder. La sola idea de ceder a la cobardía y la humillación lo avergonzaba: debía corresponder a la deuda contraída con antiguos rivales quienes, ingenuos, armados de falsas esperanzas como él en ese momento, habían sacrificado sus carreras bajo la metralla de sus puños diestros y pavimentado su camino hasta la cima.

Sólo se dedicaron una mirada. Luego, consciente de su de su deber tanto como de su vulnerabilidad, pensando que era como el torero herido que arremete contra la bestia, el excampeón caminó entre la muchedumbre para enfrentarse al muchacho por segunda ocasión. Ya no estaba seguro de que el box fuera una técnica, aunque sólo años después, tras muchas tardes sentado en el reposet de su retiro, concluirá que se trataba de un arte.

Cuando el excampeón subió al ring, el muchacho rebotaba con agilidad sobrehumana y parecía más alto que antes. Pero el excampeón no se dejó intimidar. Una certeza, que se expandía como calor en su pecho, lo fincó al suelo: intuyó que esta vez, al tocar la lona, le quedaría el vago consuelo de tener un alma.

@caldodeiguana

facebook.com/caldodeiguana

Google News

Noticias según tus intereses