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El lujo –que es hermano y muchas veces sinónimo de lo caro, de lo ostentoso y de lo complicado– tiene dos propiedades pocas veces señaladas.
La primera: en tanto que el precio de lo lujoso incrementa de forma exponencial, el incremento de su valor decrece por cada peso invertido. Pongamos un ejemplo de bicicletas. Las bicicletas que nos regalaban los Reyes Magos pesaban diez kilos y costaban, a valor presente neto, tres mil pesos. Si hoy quisiéramos una bicicleta con la mitad del peso, deberemos pagar no el doble ni el triple, sino quince mil pesos. Y así podríamos seguir hasta llegar a un punto en el cual las bicicletas se cotizan por gramo restado.
Los primeros pesos que gastamos en una bici, sea de lujo o no, nos entregarán la posibilidad de movilizarnos. Pero los pesos extras no se abonarán a la consecución de esta función primordial, ya satisfecha, sino a adjetivos ancilares: la bici será más liviana, más cómoda, más atractiva. Y con cada pequeño incremento de estos adjetivos, viene un incremento en los costos, aun cuando se abone poco o nada al fin que tiene cualquier bici. Por eso, si dibujáramos esta relación de valor/precio en una gráfica, veríamos una parábola con impotencia.
Segunda propiedad: lo lujoso no tiende a mejorar nuestra vida y a darnos paz, sino a preocuparnos. Si no me cree, piense en los relojes de lujo. El rol para la que fueron creados –dar la hora– fue suplido por cualquier estirpe móvil, desde los celulares inteligentes hasta los más estúpidos, sean propios o ajenos. Al día de hoy, la única función comprobable de los relojes de lujo es hacer que sus dueños se preocupen: ¿dónde dejé el reloj?; ¿lo habrá robado la sirvienta o el chofer?; ya se rayó ¿pero quién es digno para llevar a cabo la delicada labor de pulirlo?
Igual funcionan los coches de lujo, las casas de lujo, los yates, las joyas y, en mi terreno –que es el de los jodidos– los electrodomésticos que no caben en casa y que fueron comprados a plazos. ¿Por qué los seguimos consumiendo? He aquí mi hipótesis: gracias a que vivimos en una cultura masturbatoria que aclama lo mayúsculo y lo excesivo, no sabemos distinguir entre lo grandioso y lo grandote (como diría Ibargüengoitia). Elegimos la bici A –que pesa cinco kilogramos y cuesta quince mil pesos– sobre la B –siete kilogramos, cinco mil pesos– sólo porque nunca se nos ocurrió que sirven exactamente para lo mismo. Deseamos un reloj de oro, pero con unas ganas adolescentes, con gusto copiado. Por eso ni siquiera sabemos detectar lo llanamente innecesario, así lo tengamos en las narices.
Todo esto pierde su inocencia cuando caemos en cuenta que nuestra incapacidad de discernir, de discriminar y jerarquizar, no es sino un clarísimo síntoma de no saber usar la libertad.
@caldodeiguana
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