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Mayo fue declarado el mes más violento de los últimos veinte años. Según las cifras oficiales del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el número de homicidios dolosos en el país ascendió a 2,186, es decir, un incremento del 13.5% respecto de enero de este año (1,928) y del 25.9% frente a lo registrado en mayo del año pasado (1,736).
Tanto el secretario de Gobernación como el propio comisionado nacional de Seguridad Pública, Renato Sales Heredia, insistieron en que estos homicidios se han disparado en el país porque el nuevo Sistema de Justicia Penal deja fuera de prisión preventiva oficiosa a quienes son detenidos portando armas de fuego de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas y 7 de cada 10 de estos homicidios dolosos se cometen con este tipo de armas.
No resulta convincente atribuir al ascenso de las cifras de violencia a un solo factor. El incremento delictivo responde a múltiples causas de carácter estructural como la falta de acción diligente tanto de las fuerzas de seguridad pública, como de nuestras instituciones de procuración de justicia, todo ello atravesado por la corrupción. El tema de la inseguridad no es nuevo. Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2016 (ENVIPE), es el problema de mayor preocupación para la ciudadanía (59.1% de la población así lo considera), seguido en un tercer lugar por la corrupción.
Tengo para mí que la corrupción es un semillero en el que anida la violencia. No es casual que en los últimos meses, hayamos sido testigos de una mayor incidencia de actos de corrupción que ya no sólo abarcan a las ya denunciadas redes de complicidad detrás de 12 ex gobernadores acusados de desviaciones multimillonarias del erario para beneficio personal. Una nueva modalidad de corrupción detectada habla del despojo a empleados gubernamentales que llevó a que la FEPADE girara orden de aprehensión en contra de César Duarte y 7 funcionarios del gobierno anterior de Chihuahua que desviaron al PRI 79 millones de pesos, provenientes de descuentos de entre 5 y 10% a los salarios de los empleados del gobierno estatal.
Los delitos de corrupción ya no se limitan a actos de funcionarios gubernamentales locales, abarcan también la esfera del Poder Legislativo. La semana pasada, Pulso, un diario local de San Luis Potosí, difundió un video en el que un diputado local panista acordaba con el auditor superior del estado, José de Jesús Martínez Loredo, borrar las observaciones de las auditorías a la Cuenta Pública, a cambio de un 10% del monto observado. La flagrancia de la extorsión llevó a la renuncia del auditor de SLP, pero ello no lo exime del delito de corrupción cometido. Como bien ha señalado Juan Manuel Portal, auditor superior de la Federación, éste es un ejemplo de cómo la sumisión de los auditores superiores a los intereses de los gobiernos estatales es un vivero para que florezca la hierba nociva de la corrupción.
Hay que agregar a esta lista, la nota del New York Times que denuncia el espionaje digital perpetrado por el gobierno mexicano en contra de periodistas, activistas y defensores de derechos humanos. Lo más grave del caso es que la injerencia arbitraria en la vida de estas personas violenta sus derechos humanos fundamentales a la privacidad, pero también implica eventuales delitos de peculado por el uso del malware Pegasus en manos del gobierno para combatir el crimen organizado, esto es, para fines distintos a los que fue adquirido. Este es un ejemplo de violencia por corrupción, porque el espionaje amedrenta, amenaza, atemoriza y está sustentado en un claro abuso de autoridad, pues se utilizan recursos públicos para fines ilegales e inconfesados.
La corrupción es un semillero de violencia de todo tipo. Mientras no la atajemos con determinación, seguramente la violencia seguirá en aumento.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com