El debate entre candidatos a la gubernatura del Estado de México reveló lo que ya todos sabíamos: 1) que las acusaciones mutuas de corrupción ocupan el centro de las campañas políticas y 2) que el formato existente es un antídoto para un intercambio ágil, que despierte el interés de la audiencia. El debate resultó insulso y fastidioso; se desaprovechó el espacio para alentar el deseo de los electores de conocer mejor a quienes participan en la contienda más importante de este año. Que el debate se concibiera como concurso para ver quién acusaba más a sus adversarios por actos de corrupción es una muestra de cómo ésta gravita alrededor de nuestra vida política a tal punto que ya ni siquiera provoca el escándalo.
Los debates entre candidatos son momentos estelares de las campañas políticas porque ponen frente a frente a los contendientes, en circunstancias que no pueden controlar de antemano, a diferencia de los actos públicos que despliega cada uno de manera individual. El encuentro de todos contra todos debe permitir a los ciudadanos contrastarlos y evaluarlos en un solo acto, de ahí que fuera un avance lograr que la legislación electoral estableciera la obligación de que las autoridades organicen debates al menos entre los candidatos a los más altos cargos federales y estatales, sin dejarlos a la discrecionalidad de los contendientes. Sin embargo, los actuales formatos de los debates siguen siendo acartonados y obstaculizan la deliberación espontánea, capaz de servir para que la sociedad conozca quiénes son los que aspiran a gobernarlos. La pregunta obligada, entonces, es quién puede modificar los esquemas de los debates entre candidatos. Si la corrupción es la preocupación más importante de los ciudadanos, el debate debería servir para documentarla mejor y para que las acusaciones no se queden en denuncias genéricas que enferman aún más el ambiente político.
El Código Electoral del Estado de México establece que el Consejo General definirá las reglas, fechas y sedes para los debates obligatorios entre candidatos a gobernadores, respetando el principio de equidad. Además, los medios de comunicación pueden organizar libremente debates, siempre que participen al menos dos candidatos, en condiciones de equidad y comunicándolo a la autoridad electoral (artículo 73). Si la única taxativa es la equidad entre los participantes, por qué mantener un formato tan inflexible que no permite la confrontación, ya que cuando un candidato ataca a otro, éste sólo puede reaccionar y defenderse después de que participan todos los demás, perdiendo la oportunidad de debatir en realidad.
Es explicable que se critique al INE y a los institutos locales por la rigidez de los debates entre candidatos, pues sus Consejos Generales están facultados para determinar las reglas de los mismos. Sin embargo, en realidad la decisión ha dependido de los partidos políticos que se rehúsan a ceñirse a reglas menos cómodas para sus abanderados y en eso siempre actúan de forma corporativa, como grupo compacto, porque todos comparten el rechazo a quedar demasiado expuestos. Qué mejor que mantener los debates mediante monólogos que no se comunican entre sí, desdibujando la confrontación y diluyendo la contundencia de las acusaciones mutuas. Como en la corrupción, ahí también hay un pacto de mutua protección.
Es conveniente modificar los formatos para los debates entre candidatos no sólo para las elecciones locales en puerta, sino para las presidenciales del año entrante. Habrá voces que pidan prudencia porque el terreno político es ya un lodazal y debates reales pueden ensuciarlo aún más, pero en esa presunción se escudan los partidos políticos. Debates serios y ágiles deberían empujar a los partidos a escoger mejor a sus candidatos y a éstos a armar mejor sus argumentos para el debate.
Académica de la UNAM.
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