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Mucho se ha criticado a la Constitución de la Ciudad de México. Diversas voces han cuestionado que fuera un ejercicio costoso, que no sirviera para enfrentar los graves problemas que aquejan a nuestra megalópolis. También han objetado que sea un texto extenso, abigarrado y poco consistente, armado con una mala técnica jurídica y hasta cursi, por el amplio elenco de derechos que contiene y que es cierto, pueden ser más prescriptivos que justiciables.
Cualquier constitución emana de un conjunto de concepciones y propuestas que es difícil armonizar y traducir en un texto coherente y sistemático. Las constituciones surgen de pactos políticos, pero su redacción es por necesidad producto de la diversidad de exponentes de corrientes políticas e ideológicas del momento que, para arribar a acuerdos, ceden e intercambian posiciones. Por ello, los textos suelen ser genéricos, o eclécticos, porque son resultado de una pluralidad de actores que aspiran a dejar huella en el máximo ordenamiento legal.
En mi opinión, detrás de la Constitución de la CDMX hay una racionalidad democrática que hay que reivindicar. En primer lugar, el texto es expresión del estado en el que se encuentra nuestra agenda pública, producto de la inconformidad social que existe. La Constitución recoge buena parte de los reclamos políticos y sociales que han surgido en el curso de los veinte años de vida de nuestro régimen democrático y ello se manifiesta, de entrada, en la llamada Carta de Derechos que es muy extensa. Pero, también se aprecia en su parte orgánica, es decir, la relativa al ordenamiento político, que atiende a buena parte de las demandas de una sociedad más exigente.
La deliberación del Constituyente contribuyó a avanzar en el desarrollo democrático de la ciudad capital, al incorporar al texto mecanismos de vigilancia y escrutinio de la sociedad sobre las decisiones y actuaciones de los entes gubernamentales y públicos.
La insistencia en el esquema de Parlamento Abierto que guió al proceso deliberativo de la Asamblea Constituyente y que quedó implantado como eje rector para el trabajo del Congreso de la ciudad evidencia que los constituyentes fueron sensibles a reclamo de que el Legislativo sea responsable frente al electorado y que se cuente con un sistema de evaluación del trabajo parlamentario para medir su impacto en la sociedad (Art. 29).
Hay también una insistencia en establecer formas de selección de diferentes autoridades para evitar la discrecionalidad, la verticalidad y la opacidad que son tan características de nuestra clase política. Es así que se plantean procedimientos más participativos y abiertos para nombrar a los integrantes de los organismos constitucionales autónomos, e incluso a los del Poder Judicial.
Para seleccionar a los consejeros de los organismos constitucionales autónomos, habrá un Consejo Ciudadano honorífico que proponga candidatos al Congreso de la ciudad, para que éste los apruebe por mayoría calificada. Al Tribunal Superior de Justicia se le incorpora una Sala Constitucional, cuyos magistrados serán designados mediante un proceso abierto y transparente. Los 7 consejeros del Consejo de la Judicatura serán designados a partir del trabajo de un Consejo Judicial Ciudadano.
Haber incorporado al texto constitucional un apartado sobre el combate a la corrupción muestra cómo se recogieron demandas muy sensibles de la sociedad actual. Quizás lo más interesante del respectivo capítulo es que mandata que todos los entes públicos, incluso los constitucionales autónomos, tengan órganos internos de control que sean independientes de sus respectivos entes públicos, gracias a un procedimiento de selección que descansa en un sistema de profesionalización, además de que todos habrán de rendir cuentas ante el Sistema Local Anticorrupción (Art. 61).
Hay que reivindicar a la Constitución de la CDMX. Se trata de un documento que sirvió para reanimar nuestros diálogos colectivos.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com