Puede ser que los cobardes agresores de Ana Gabriela Guevara no supieran quién era la mujer a la que patearon con toda la saña de que eran capaces, pero los comentaristas que en los días siguientes inundaron las redes sociales con expresiones machistas y discriminatorias, sí sabían que se trataba de una senadora de la República y ese hecho parece haberlos envalentonado. Las frases de desprecio y odio hacia una mujer que había sido atacada con inusitada violencia por cuatro individuos, a raíz de un incidente de tránsito, revelaron que el odio de género sigue anidado en nuestro país y que éste se exacerba cuando se trata de mujeres que han alcanzado altos cargos públicos. No es casual que los contenidos de los mensajes difundidos reclamaran a Ana Gabriela que no estuviera en la cocina realizando las labores propias de su sexo y que tuviera un comportamiento “masculino”, al manejar una motocicleta en la carretera México-Toluca, aprovechando sus influencias de legisladora.

En lugar de que los nuevos mecanismos de comunicación sirvieran para reprobar y denunciar ese acto inaceptable de violencia de género y para reclamar que se sancionara a los agresores, esto es, para que se hiciera justicia, el anonimato de las redes sociales dio cobijo al machismo galopante que sigue vivo en nuestro país, pero que ya no se atreve a dar la cara abiertamente. El discurso de la igualdad de género es moneda corriente cuando el que lo pronuncia está expuesto a la visibilidad pública, pero estamos muy lejos de que tal narrativa se haya convertido en referente compartido y sigue sin haber un compromiso social en contra de la impunidad frente a la violencia de género.

Es cierto que si algo conquistamos las mujeres en los últimos 25 años del siglo XX fue la igualdad jurídica, el derecho a participar en el espacio público, a estudiar y a desarrollarnos profesionalmente, a no estar confinadas a los espacios domésticos y no porque las labores del hogar sean poco dignas y gratificantes, sino porque para que la mujer adquiera el plano de igualdad con el hombre, necesita independencia económica, es decir, contar con recursos propios que no la obliguen a aceptar tratos indignos por ser incapaz de mantenerse por sus propios medios. Empero, los altos cargos tanto en el ámbito público, como en el privado, siguen estando predominantemente en manos de los varones. Ese es nuestro estigma como mujeres, tenemos igualdad jurídica, pero la letra no se ha traducido en acceso igualitario a oportunidades y tampoco se reconoce ampliamente que es injusta esta disparidad, a pesar de que las mujeres ya representan más del 50% de los egresados de educación superior. Las mujeres tienen ya la preparación necesaria, pero eso no es suficiente para romper las barreras de privilegio a favor de los hombres en las fuentes de trabajo, o para servir de escudo protector frente a la violencia laboral. Los datos
del Inegi muestran que una de cada cinco mujeres ocupadas en el sector formal ha sido violentada laboralmente.

Prácticamente cualquier encuesta sobre la situación de las mujeres evidencia la brecha enorme que existe entre las normas y las prácticas cotidianas impregnadas de una cultura misógina. Los datos de la ONU sobre la gravedad de la violencia de género en México son contundentes y dolorosas, pues en 2015 cada 24 horas murieron asesinadas mujeres en estados como Guerrero, Chihuahua y Colima.

Es cierto que la posición de senadora Guevara la coloca en un sitio privilegiado para denunciar la agresión de la que fue objeto y para presionar a las autoridades para que se castigue a los culpables. No todas las mujeres tienen esa posibilidad y justamente por eso, Ana Gabriela no debe cejar en su lucha para que se haga justicia. Su cargo de representante popular la obliga a ser la voz de muchas mujeres.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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