El fracaso de Pedro Sánchez, líder del PSOE, para lograr la investidura de gobierno el viernes pasado, deja lecciones importantes más allá de España. Es la primera vez que, en la fase constitucional de aquel país, un político no logra la mayoría de votos en el Congreso de los Diputados para poder formar gobierno y si en los próximos dos meses no la alcanza algún candidato, el Rey habrá de disolver las Cortes y llamar a nuevas elecciones. De ser así, se extenderá el periodo sin gobierno y la incertidumbre, pues nada garantiza que nuevas elecciones otorguen la mayoría a algún partido.

Una de las bondades del régimen parlamentario, como el español, es que dado que el presidente, o jefe de gobierno, no surge de una votación propia, sino que emana de la mayoría parlamentaria, es posible que se desarrolle el programa de gobierno, sin grandes obstáculos de parte del Poder Legislativo. No da lugar a gobiernos divididos.

A pesar de que España tiene un sistema multipartidista, éste ha girado alrededor de dos grandes formaciones políticas, ideológicamente definidas, el Partido Popular y el PSOE, lo cual ha permitido que cuando ninguno de los dos obtiene la mayoría por sí solo, han podido conformar una coalición, sumando los votos necesarios para lograr la investidura. Sin embargo, el descontento que existe respecto de los dos grandes partidos, en buena medida por los escándalos de corrupción acentuados en el Partido Popular, ha llevado al surgimiento de dos nuevas formaciones políticas, Podemos y Ciudadanos, que muy rápidamente han obtenido el respaldo suficiente para fragmentar la representación en torno a cuatro principales referentes.

Aunado a la fragmentación política, existe un rechazo amplio en contra de Mariano Rajoy, el presidente saliente del PP, que si bien obtuvo el mayor número de asientos en el Parlamento, se ha negado a buscar la investidura de gobierno. Del otro lado del espectro ideológico, en el flanco de las izquierdas, Podemos se ha rehusado a apoyar al PSOE, exigiendo exclusividad en la coalición, además de ocupar los más altos cargos dentro del futuro gabinete. Ahí, han privado los intereses de partido frente a la responsabilidad política de formar gobierno.

La fragmentación de la representación política parece ser un signo de nuestros tiempos; es producto del hartazgo frente a las élites políticas tradicionales que se han apoderado de los cargos públicos, que subordinan la responsabilidad política a sus intereses de corto plazo y que con frecuencia se les identifica con escandalosos actos de corrupción. Esta circunstancia no es exclusiva de democracias emergentes, como las nuestras en América Latina, sino que ya la observamos en las más estables, como en Estados Unidos.

Como siempre, la sociedad resulta más sabia que los políticos; aprecia la responsabilidad y toma distancia frente a quienes privilegian sus cálculos personales y de grupo. Encuestas, después de la fallida investidura, muestran que el líder mejor evaluado es Pedro Sánchez del PSOE (28% de aprobación) por haberse lanzado a buscar la investidura y Rivera de Ciudadanos que fue el único que aceptó negociar y aprobar cerca de 200 medidas y reformas con el PSOE con miras a formar gobierno. El peor evaluado fue Pablo Iglesias de Podemos (13% de aprobación), además de que la mitad de sus propios electores desaprueba que no respaldara la investidura de Sánchez (Metroscopía, 5-03-2016).

Fragmentación e irresponsabilidad políticas son un binomio explosivo cuando de lo que se trata es de armar gobiernos sólidos y legitimados para tomar las riendas del poder en un contexto económicamente crítico como el existente. De cara a la cada vez más frecuente fragmentación de la representación política, no queda sino la obligada responsabilidad de los líderes.

Académica de la UNAM

peschardjacqueline@gmail.com

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