Hoy, vemos cada vez con más frecuencia cómo los cargos públicos se asignan a integrantes de familias políticas, es decir, vivimos una tendencia a la oligarquización de las élites; a una creciente concentración del poder en manos de familias políticamente privilegiadas, lo cual no solamente resulta injusto, sino profesional y administrativamente inadecuado.

Si algo significó la Revolución Mexicana fue que quebró el poder oligárquico porfiriano para abrir los cargos públicos a personas que no pertenecieran necesariamente a la clase privilegiada que ocupaba el poder. El carácter pluriclasista de la élite posrevolucionaria fue un rasgo distintivo de nuestro régimen político, que nos distinguió de países latinoamericanos que no experimentaron una guerra civil antioligárquica como la nuestra.

No obstante, hoy que vivimos en democracia, aunque incipiente, vemos cómo los cargos públicos, incluso los electivos y judiciales, recaen en miembros de familias políticas. Si volteamos a ver las listas de los aspirantes a candidato a gobernador en los 12 estados en que se elegirán este año, encontramos los Murat, o los Yunes como casos ejemplares de esta tendencia. Ahora que el PRI ha optado por resolver la designación de sus candidatos a través de la eufemísticamente llamada fórmula de unidad, que no es sino un mecanismo vertical y autoritario, aunque eficaz, la posibilidad de que prosperen este tipo de figuras, se antoja más elevada.

Pero, recurrir a que los relevos en los cargos provengan de pocas familias encumbradas también se ha presentado en el Poder Judicial. En las ternas que recientemente envió la Suprema Corte de Justicia al Senado para designar a los Magistrados de las Salas Regionales del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, aparecen apellidos de ex ministros o de actuales magistrados como Sánchez Cordero o Penagos. Es cierto que, en este caso, el mecanismo de selección involucra a dos poderes y requiere que los candidatos cubran cierto perfil profesional y técnico, además de pasar por una deliberación propiamente política, es decir, puede argumentarse que los escogidos están ahí porque tienen los merecimientos y que el hecho de ser descendientes de conocidos integrantes del Poder Judicial no es motivo para negarles del derecho a competir por cargos en la misma rama del poder público. La pregunta es si la pertenencia a dichas familias no conlleva una ventaja para los aspirantes, sobre todo en la fase de la propuesta de terna.

La concentración familiar de los nombramientos de cargos públicos está reñida con una gestión gubernamental moderna, que ofrezca oportunidades a quienes tengan las mejores cualidades intelectuales y técnicas, porque lo contrario impide que los mejor calificados accedan a los puestos, además de que provoca una subutilización del capital profesional existente. Esto explica por qué en la Administración Pública está prohibido que los funcionarios seleccionen o designen a empleados públicos que sean parientes tanto consanguíneos hasta en el 4º grado, como civiles, o por afinidad (Art. 47, párrafo XVII, Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos) y existen sanciones para quienes lo hagan.

Es cierto que los partidos políticos son organizaciones de miembros afines que suelen agrupar a familias enteras, por lo que los candidatos que postulan con frecuencia provienen de los mismos grupos. Sin embargo, bien harían las cúpulas partidistas en hacerse cargo de la exigencia social por democratizar los procesos de selección de candidatos y de cargos partidarios, por mostrar que promueven a sus mejores cuadros y no a los integrantes de las familias de sus cuadros directivos. Seguir reproduciendo a unas cuantas familias políticas no es un buen mensaje en un contexto de desaprobación y desconfianza hacia los políticos y los partidos.

Académica de la UNAM

peschardjacqueline@gmail.com

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