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Hoy, el día después de la jornada electoral no será la culminación de un periodo de expectación, el momento de relajamiento después de la confrontación, sino el inicio de un largo trayecto de impugnaciones y litigios. En esta ocasión, a las tensiones naturales que acompañan a cualquier contienda competida, se sumaron el amenazante contexto de inseguridad que vivimos y que dejó un balance de 70 ataques y 21 asesinatos político-electorales y el inédito bloqueo a los comicios, orquestado por la CNTE, que se ha convertido en un auténtico poder fáctico, capaz de desafiar a un gobierno preocupantemente ensimismado.
Aunque al momento de escribir esta nota, no había aún resultados electorales, las tendencias de las encuestas para diputados federales en campañas y precampañas, mostraron cierta consistencia en las preferencias de los electores, en contraste con las elecciones locales, sobre todo para gobernador y para el DF, en las que se dio un movimiento hacia una competencia cada vez más cerrada con “empates técnicos” entre los candidatos punteros.
En el plano federal, si bien el enojo social en contra del gobierno por la corrupción, la inseguridad y la complicidad de autoridades con el crimen organizado, se tradujo en una baja en el apoyo al PRI, no se convirtió en un claro castigo electoral, capaz de despojarlo del porcentaje más alto de votación (un 33%, frente a un 25% del PAN y 14% del PRD, en promedio). El dilema se redujo a si el partido del gobierno alcanzaría o no la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, con el apoyo de sus aliados, el PVEM y Panal.
La confrontación no terminará este 7 de junio; nos esperan más de dos meses de litigios, esto es, de conflictos postelectorales, incentivados, en buena medida, por las nuevas causales de nulidad que introdujo la reforma electoral de 2014: el rebase de los topes de gastos de campaña; la compra o adquisición de cobertura informativa, o el uso de recursos de procedencia ilícita, cuando el margen de votos entre punteros sea menor al 5%. Estas causales mueven a la impugnación, y más en condiciones de competencia estrecha y cuando los conflictos locales se convierten automáticamente en nacionales, debido al propio modelo electoral nacionalizado.
Las tensiones en puerta recrearán lo que caracterizó a las campañas federales que más que centrarse en una competencia entre ofertas políticas plurales, fueron un constante cuestionamiento a la autoridad electoral, como si lo que estuviera en juego no fuera la recomposición de las fuerzas en el Congreso, sino si el INE pasaba o no la prueba.
Aunque, eventualmente el PRI con sus aliados alcancen una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, difícilmente tendrán la legitimidad suficiente para impulsar reformas relevantes y el gobierno tendrá que buscar el apoyo de alguno de los dos partidos de oposición más fuertes, probablemente el del PAN. Sin embargo, difícilmente habrá condiciones para la colaboración, porque la atención estará focalizada en la contienda presidencial de 2018.
Si de algo sirvió este proceso electoral fue para evidenciar que el esquema electoral producto de la reforma de 2014 generó más problemas que soluciones, pues ni se redujo el elevado costo de los comicios, ni se evitó la intromisión de los gobiernos estatales en la organización electoral. Los distintos eslabones del proceso se hicieron mucho más complicados, e incluso las resoluciones de la autoridad fueron a veces contradictorias, por falta de precisión en la norma.
Tal parece que, una vez más, habrá que someter a revisión nuestro sistema electoral, siguiendo la pauta de los temas impugnados a lo largo de la elección. Empero, si se quiere restituir la confianza en las elecciones, será indispensable que el gobierno investigue y aclare los crímenes político-electorales de este 2015.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com