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“Es el Estado quien debe ser transparente para el ciudadano, y no el ciudadano para el Estado”, refirió hace un tiempo, el entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, al aludir a la importancia de resguardar el derecho a la privacidad frente a la exigencia social por la transparencia gubernamental.
Ello porque la apertura pública de la información gubernamental que mandataba la recién emitida Ley Federal de Transparencia en 2002, no podía ser de forma indiscriminada, pues muchos de los documentos oficiales contenían datos personales a cuyos titulares debía salvaguardarse el derecho de hacerlos públicos o no, pues por su naturaleza son considerados confidenciales por la propia ley.
Se puso entonces sobre la mesa el debate respecto a quién y qué datos personales podía entregar una institución pública, cuando éstos fuesen requeridos por alguien ajeno al titular, lo que impulsó una incipiente cultura de protección de esta información por parte de la burocracia gubernamental, que igual entregaba una solicitud de papelería que un expediente médico de un empleado, a quien se lo requiriera.
Los mexicanos, en su gran mayoría, no le dimos mucha importancia entonces, a la imperiosa necesidad de que existiesen controles para que el aparato estatal no usara o circulara arbitrariamente datos personales, o los transfiriera para fines ajenos a lo que sus atribuciones justificaban.
Sin embargo, so pretexto de evitar robos o suplantación de identidad, resguardar la seguridad de edificios públicos, incluso para la creación de nuestros expedientes electrónicos en instituciones como el Sistema de Administración Tributaria (SAT), el Registro Federal de Electores, o la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) nos encontramos, casi sin darnos cuenta, ante una serie de dispositivos tecnológicos, que igual fotografían nuestro iris, escanean nuestras huellas digitales y firma, además de recabar una serie de datos personales que, en la mayoría de los casos, exceden con mucho, a los necesarios para una identificación, pero que sin embargo en la práctica, son requisito para siquiera poder tramitar un servicio administrativo.
Si bien es cierto que existen leyes de protección de datos personales tanto en el sector público como el privado en nuestro país, para evitar el tratamiento arbitrario de nuestros datos, también lo es que poco conoce la población respecto a sus derechos en esta materia. Incluso debemos admitir que, en el caso de los prestadores de servicios privados o las redes sociales, somos nosotros mismos quienes proporcionamos una gran cantidad de datos con los que fácilmente logran identificarnos a un nivel tal, que pueden obtener un perfil completo de nosotros.
Lo cierto es que, tanto en el ámbito público como privado, suelen ser prestadores de servicios independientes, quienes en general llevan a cabo la recopilación de dicha información, sin que ninguno de nosotros como usuarios tengamos certeza alguna, que el tratamiento de nuestra información confidencial está respaldada por los protocolos necesarios para su salvaguarda.
De ahí la importancia que el Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales (INAI), como órgano garante en la materia, haya dado a conocer estos días que iniciará investigaciones por los presuntos hechos de espionaje que trasgredan derechos fundamentales como son el de libertad de expresión, de información, y por supuesto, el de protección de datos personales.
El actual INAI como órgano autónomo tiene atribuciones para actuar de oficio en temas de este orden, y cumplir con ello su función de tutelar la debida protección de los datos personales de los mexicanos, promoviendo el uso pertinente y adecuado de los mismos, para evitar cualquier afectación en el ámbito de la privacidad de todos nosotros.
Y es que en medio del escándalo desatado por The New York Times hace unos días, el tema central coloca nuestra privacidad, la de todos, en el centro del debate. Si ya es de extrema gravedad que el Estado adquiera programas informáticos para obtener información confidencial de periodistas, activistas y sus familiares, es igual de grave que pueda obtener dicha información de cualquier persona, sin informar los fines de ello, sin la autorización del titular, o sin orden judicial de por medio.
El tema del posible espionaje a periodistas y defensores de derechos humanos nos alerta del nivel de vulnerabilidad de nuestra privacidad ante el Estado. Más aún, nos alerta que las nuevas tecnologías comercializadas por el sector privado potencializan dicho riesgo. Recordemos que la filósofa Hannah Arendt alertaba que cuando la injerencia del Estado se acrecienta y sistematiza en la esfera privada de los individuos, se difumina la frontera entre la vida pública y privada, signo distintivo de un régimen de esencia totalitaria.
La decisión de transparentarnos debe seguir quedando en nuestras manos, debe seguir siendo un acto de voluntad. Hoy se presume que ha sido para identificar detractores del sistema, mañana podría ser una práctica estatal generalizada. La línea siempre será delgada, de ahí su riesgo.