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Así reza un viejo refrán más que obvio: quien trata de ahorrar de más generalmente termina pagando un precio mayor por las cosas. Es seguramente para evitar ese riesgo que la democracia mexicana es tan costosa. Pero no me salen las cuentas y me temo que nuestro sistema electoral da pie a un nuevo refrán: lo muy caro termina siendo una baratija, puras cuentas y espejitos.
Veamos algunas cifras para que pueda usted juzgar, querido lector. El presupuesto del Instituto Nacional Electoral —tan solo para 2017— es de poco más de 11 mil millones de pesos, unos 600 millones de dólares. Oficialmente, las elecciones en el Estado de México deberían costar unos mil 500 millones de pesos de recursos oficiales destinados a los partidos para campañas, y probablemente otro tanto de recaudación propia, o sea 3 mil millones. Pero expertos en la materia estiman que el gasto total tan sólo en esa entidad podría alcanzar los 15 mil millones de pesos, casi 800 millones de dólares, lo cual no sólo habla de un dispendio sin límites, sino también de un serio problema de falta de transparencia.
Esas cifras corresponden a un solo año, a una sola institución y a una sola entidad federativa, una de las más grandes de las 32 del país. No contemplan ni al Tribunal Electoral, ni a las otras elecciones, y por supuesto tampoco al gasto acumulado en operación, infraestructura y demás rubros del sistema electoral, que algunos erróneamente consideran “la” democracia en México. No quiero provocar agruras ni amarguras, pero si gastáramos más cuidadosamente viviríamos en un país con muchos menos pobres, menos marginados, mejores escuelas y servicios públicos.
Me responderán tal vez, desde el INE u otros lares, con la frase que hoy les presenté: Lo Barato Sale Caro. Pero ya conociendo lo caro que nos salió el asunto, preguntémonos qué es lo que estamos recibiendo a cambio.
En los cuatro estados en los que hubo votaciones ayer domingo varios de los contendientes proclamaron su triunfo antes de que cerraran las casillas, sin evidencia alguna, sin recato ni respeto por la ley. ¿Un país de ganadores? No, un país de tramposos, de marrulleros, en que además la autoridad no tiene o la voluntad o la capacidad para ya no digamos impedir, sino siquiera para castigar ejemplarmente estas irregularidades, o las muchísimas más que se observaron a lo largo de precampañas, campañas y jornada electoral.
La desconfianza acumulada nos ha vuelto cínicos, seguramente hasta el exceso. Millones de ciudadanos salen a votar, decenas de miles cumplen su obligación cívica como funcionarios de casilla o como representantes u observadores, y no cabe duda de que el México de 2017 es infinitamente más democrático que el que nos tocó vivir a los pre millennials. No hay comparación posible, es cierto, pero el costo ha sido enorme y el resultado más bien regular.
No puede ser que expertos estimen que el gasto no declarado (un eufemismo para hablar de dinero ilegal) sea hasta 5 veces mayor al oficial. En el que nadie tema ni al arbitro ni al juez, en que voluntaria o involuntariamente los mismos candidatos y sus principales promotores dejen evidencia de sus trampas y su falta de apego a las reglas y a la más elemental civilidad.
¿Quiere decir esto que no deberíamos gastar tanto? ¿O que no vale lo que cuesta la democracia? De ninguna manera. Pero quiere decir que tenemos que gastar mejor, que medir, que no solo escribir las reglas, sino saber aplicarlas.
La democracia cuesta mucho y vale más. Cuidémosla y cuidemos lo que nos cuesta, porque de otra manera tarde o temprano los ciudadanos exigirán cuentas o, peor aún, que les regresen su dinero.
Analista político y comunicador.
@ gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos