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¿Por qué la democracia no produce igualdad? Muchos se han hecho la pregunta y dado con diferentes respuestas, desde los que niegan que la democracia “resuelva” problemas socioeconómicos que corresponden al mercado hasta los que creen que la “verdadera” democracia sólo es aquella que satisface todas las necesidades de los pueblos. En el primer extremo, la democracia se circunscribe al aparato electoral. En el segundo, éste es un ingrediente prescindible si estorba la satisfacción de las “necesidades” sociales proclamadas.
Lo cierto es que, frente a estas simplificaciones, han y seguirán corriendo ríos de tinta. El problema da para más. La mayor parte de las democracias europeas occidentales y las del mundo de habla inglesa tienen una historia de interrelación entre las aspiraciones sociales a mejores condiciones de vida y la democratización de sus sistema políticos. Las luchas contra el absolutismo en esos países fueron exitosas; triunfaron contra las resistencias monárquicas y aristocráticas. Y uno de los puntos terminales de este triunfo fue la instauración de democracias parlamentarias que incluyeron a los nuevos grupos emergentes y movilizados para entrar en la política y las decisiones. Para citar el clásico instantáneo de Francis Fukuyama (Political Order and Political Decay), en esas latitudes la movilización de los grupos subordinados contribuyó a reformar los privilegios de los estamentos del antiguo régimen, mientras que en otras latitudes “los perros no ladraron”. Entre las segundas se encuentra América Latina. La salida del dominio colonial no significó el triunfo de los grupos oprimidos, sino el arreglo de las élites para librarse del obstáculo que representaba la decadencia peninsular. La diferencia entre las dos salidas del absolutismo deviene del reclamo de inclusión igualitaria en los sistemas políticos emergentes o de su contención mediante la represión y/o el clientelismo. El destino de las aspiraciones a la igualdad es por tanto indisoluble del tipo de instituciones políticas establecidas en cada país y región.
Como es obvio, en estos procesos las “izquierdas” de cada momento histórico, desde la masonería hasta los revolucionarios y socialistas democráticos jugaron un papel importante. Sin el cambio que sus ideologías representaron en la legitimación política sería imposible explicar lo que ocurrió con los sistemas políticos. La izquierda en México se encuentra de nuevo fragmentada y en entredicho entre sus electores y ciudadanía en general. Probablemente su más grande falla ha sido abandonar la representación de las demandas sociales al volverse opción de gobierno. Aparente paradoja, pero vista de cerca no lo es tanto. Mientras se es oposición es necesario afirmarse en las causas de los excluidos, pero cuando se es gobierno las cosas cambian; hacerse funcionario obliga a tener otros deberes con más actores que los acostumbrados. Y la salida más fácil es el clientelismo: camisetas o servicios de quinta categoría a cambio de votos y movilizaciones de apoyo en lugar de construcción de ciudadanía robusta e independiente que presione por resultados a gobiernos diferentes. Los partidos de izquierda se esterilizaron practicando el clientelismo hasta la náusea. Perdieron la noción de imprimir en las expectativas sociales una impronta de inclusión y participación igualitaria en el sistema político y en la estructura socioeconómica. La conclusión es palmaria: nadie cree que la izquierda pueda guiarnos al futuro; la mayoría está convencida de que seguirán revolcándose en su estercolero mientras las élites interesadas en preservar el status quo lo consiguen sin mayor dificultad. La solución más simplista es echarle la culpa a la democracia supuestamente “formal” y tomar el camino de la violencia y la acción “antisistema”, o sea, la salida de los canales de la legalidad o el uso de la misma como pretexto. Se repite la historia.
Director de Flacso en México.
@pacovaldesu