La historia de la humanidad está llena de horrores cometidos bajo el argumento de la justicia. Genocidios, purgas étnicas, persecuciones en las que se identificó a las víctimas como enemigos sin derechos. Hay un común denominador de irracionalidad entre el linchamiento de una turba contra supuestos delincuentes y el nazismo alemán del siglo pasado o los crímenes de guerra serbios en los años 90. Dentro de muchos mexicanos está incubado ese odio ciego que los lleva a convertirse en los monstruos a los que dicen temer y combatir.
La responsabilidad primera es de los gobiernos, porque el enojo social parte de su incapacidad por frenar la delincuencia que en México se desató desde el colofón de la crisis económica de 1995. La primera gran marcha ciudadana que exigía a sus autoridades seguridad se dio en 1997 en la Ciudad de México; desde entonces hay periodos mejores y peores, pero en ningún instante ha vuelto la paz. Manifestaciones, movimientos sociales y caídas de gobiernos han ido y venido sin que el problema se solucione en definitiva.
El linchamiento de dos jóvenes que gritaban ser encuestadores mientras eran asesinados a golpes en Ajalpan, Puebla, el pasado lunes 19 de octubre, es el ejemplo más reciente del nivel de desconexión entre gobernantes y gobernados. ¿Justifica esa realidad lo que los pobladores hicieron? No. Y no sólo porque es moralmente incorrecto, sino porque la gente es peor que la policía para identificar culpables. En el caso de Ajalpan, nada indica que los linchados fueran delincuentes, como vociferaron a rabiar los causantes del homicidio.
Ayer mismo ocurrió otro episodio similar cuando dos mujeres policías del Estado de México estuvieron a punto de ser linchadas por una turba de la comunidad de Tlachaloya, en el municipio de Toluca. Lo único que hicieron las oficiales fue cumplir una orden de cateo en una casa de la comunidad por el robo de cable de luz.
Está justificada la indignación social por la inoperancia de la autoridad al combatir la delincuencia. Pero hacer justicia por propia mano sólo empeora las cosas. ¿Quién decide si se debe matar a un par de jóvenes? ¿La niña que dijo que la miraron feo? ¿La señora que grita que son secuestradores? ¿El sujeto que dice que “parecen” robachicos? Las masas no actúan racionalmente en ninguna parte. Recién una turba en Israel mató a golpes a un inmigrante inocente sólo porque les pareció terrorista.
Únicamente respetando la ley y la presunción de inocencia de todos evitaremos caer en la ley de la jungla, en la cual la imposición de la justicia la provee el integrante más brutal de la comunidad.
Algún día podríamos ser nosotros quienes, por estar en el lugar equivocado, seamos víctimas de una horda de autodesignados justicieros. Cuidado con alentarlos.