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C. S. Lewis decía que John Milton era como la Gran Muralla China: dentro de sus muros, la civilización; fuera de ellos, el hirsuto y temeroso yermo de la barbarie.
Desde luego, al decir esas dos palabras, “John Milton”, Lewis se refería a la obra poética en cuya cúspide gira, como un torbellino sublime, el Paraíso perdido. Osip Mandelstam tuvo en el Hermitage una visión parecida de la Comedia danteana: esta se levanta ante nosotros como si todos los cuadros del gran museo se arrancaran de sus marcos y se fundieran en una especie de remolino vertiginoso. Ese remolino contiene, si somos capaces de leerlo, el orbe entero de la Edad Media europea.
La meteorología se aviene bien con la descripción de algunos poemas. Un puñado de versos puede ser como una llovizna: tenue, apenas capaz de rozarnos o perturbarnos, pero acogedora y fresca. Sensaciones, climas, aire en movimiento, oscuridad o claridad en el cielo: todo ello puede ser traducido al ámbito de la poesía. Una vez me referí a Alí Chumacero como una tempestad; pensaba en ese momento en ciertos versos imborrables: “Yo, pecador, a orillas de tus ojos / miro nacer la tempestad”. Pero en verdad había en Chumacero algo majestuoso, nuboso y elevado.
Cada quién saca de donde puede las imágenes para describir lo poético. Cierto poeta atolondrado, conocido mío, se entusiasma con los comerciales de la televisión y quisiera que de sus poemas se dijera algo así como esto: “Calman la sed con un ligero toque de limón y una sensación solar y burbujeante”.
Los poemas son como lugares, también. Lugares habitables; lugares inhóspitos pero nobles; lugares en los que uno querría quedarse para siempre; lugares de los que uno escapa con un cargamento de sombras bajo el brazo.
El poema babilónico de Góngora sobre los jóvenes enamorados Píramo y Tisbe puede ser visto como un pedazo completo de la España del siglo XVII: algo hay en él de la plaza de Zocodover en Toledo —sitio de pícaros, como leemos en “La ilustre fregona”—; de las sucias calles del Madrid imperial o, peor aún, de la Valladolid en donde estuvo la corte un tiempo; algo, también, de los mercados, del habla de la gente, de la comida, de los cuerpos acezantes del pueblo llano, de la aristocrática languidez de los horribles Grandes. Es uno de sus poemas más difíciles y dice la leyenda que era su favorito. Las Soledades forman un intrincado laberinto de ciudades, de geografías; el pasaje de las navegaciones, epopeya en miniatura, contiene la poesía planetaria que algunos poetas han intentado con suerte desigual: Góngora fue, allí, sencillamente genial.
Los Four Quartets de T. S. Eliot configuran el interior de una vasta catedral. Está iluminada con esplendor (la rosa, el fuego); pero hay en ella pasajes de penumbra y pena. ¿Y los Cantos de Pound, los vastos cantos geográficos de Saint-John Perse…? Están ahí para que los descubramos, los visitemos y los habitemos.