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La semana pasada asistí a una animadísima reunión de trabajo en la Ciudad de México, en un despacho de jóvenes arquitectos. Qué hacía yo allí y cómo llegué sería un poco largo de explicar. El hecho es que resultó, para mí, una experiencia formidable, de la que en estos renglones intentaré dar una idea general.
Se trataba de hablar de un proyecto que me pareció sumamente original y admirable, por sus alcances en la vida comunitaria del lugar donde se piensa construir. Dos arquitectos invitados presidían. Los integrantes del despacho —un grupo de profesionistas que me parecieron brillantes y muy enérgicos— escuchaban a ese par de invitados con suma atención: estaban allí como figuras de autoridad. Pero antes de que hablaran, una joven arquitecta tomó la palabra para explicar en qué consiste la obra que nos convocaba. Habló de la historia del proyecto, de los trabajos que hasta ahora han emprendido, de algunos asuntos de financiamiento, y ofreció multitud de datos, imágenes, cuadros y un puñado de escenas conjeturales que en su profesión llaman “renders”: cómo se verá el trabajo una vez concluido y en funcionamiento.
Después de esta exposición, los dos arquitectos mayores abrieron la ronda de observaciones. La mayoría me resultaron no poco abstrusas: apenas entendía por dónde iba la cosa, y tenía solamente vislumbres de lo que realmente decían; me ayudaban a comprender un poco la maqueta del proyecto y las imágenes que se estaban proyectando continuamente.
Se habló de otras cosas, todas ellas relacionadas con la arquitectura, y específicamente con las obras modernas de los arquitectos mexicanos. Yo era apenas un espectador indocumentado y silencioso: una especie de inmigrante que llegaba a ese despacho de otro país. Sin embargo, puesto que el lugar donde se va a hacer la obra me resulta sumamente familiar —en esa zona del suroriente de la ciudad trabajé durante una década—, de repente se me salía uno que otro comentario, del que medio me arrepentía apenas me había salido de la boca. “¡Oh, irresponsable —me decía a mí mismo—: calla!” Pero los arquitectos no parecieron importunados. Llegaron al extremo de preguntarme qué me parecía lo que estaban haciendo. Y como a final de cuentas sí soy un irresponsable, lo dije sin recato.
Soy un total neófito en casi todo. Llevo conmigo a todas partes, sin embargo, un montón de “confeti”: datos incompletos, nombres, nociones, fechas, un puñado de anécdotas. Si se habla de arquitectura, me lanzó a hablar a lo loco de Barragán, de Norman Foster, de Le Corbusier y de Frank Lloyd Wright, cuando no de Brunelleschi y de Miguel Ángel; lo dicho: puro confeti.
Mi experiencia de este febrero entre esos arquitectos me dejó lleno de inquietudes y de curiosidad de buena ley, creo: me dispongo a leer unos cuantos libros sobre arquitectura, para no sentirme completamente calamitoso cuando abra la boca en la siguiente ocasión.