Más Información
IMSS exhorta a vacunar a menores de edad contra la poliomielitis; puede dar “protección de por vida”, aseguran
Recuerdan a “Frida”, la perrita rescatista de la Marina; 15 de noviembre, Día Nacional del Binomio Canino
Crece incidencia de cáncer de pulmón en México; fallecen cerca de 8 mil personas por este padecimiento
Rogelio Naranjo hablaba con una lentitud admirable. Quizá no se entienda lo que quiero decir; trataré de explicarme. Quizá se entienda menos, aun, que para hablar de un dibujante me ocupe de su voz. Veamos, entonces; pero también escuchemos. Escribo estos renglones para mitigar, aunque sea un poco, la tristeza por la muerte de este artista extraordinario.
Naranjo parecía desconfiado y no sé si lo era realmente; poseía una inteligencia natural que fue cultivando con múltiples lecturas y tenía, a ojos vistas, un talento enorme, de nacimiento, para la línea, la composición y el retrato. Aun así, la calidad de sus dibujos solamente se explica a la luz de un oficio adquirido con minuciosa paciencia. Esa paciencia era el complemento de su lentitud al hablar, un estilo de elocución que siempre me pareció digno de toda la atención, pues yo tiendo a expresarme atropelladamente, a veces sin mucho orden. También en eso Rogelio Naranjo era un maestro: cuánto había que aprenderle, en verdad. Su voz y sus trazos eran una lección continua. Una lección de paciencia y de lucidez, digamos.
Cuando Saúl Yurkievich murió, en 2005, recordé en esta misma columna que Naranjo ilustró magníficamente la reseña que hice de Fundadores de la poesía latinoamericana, libro del crítico y poeta argentino. La imagen era la de “un Pablo Neruda con boina y cuerpo de pez, efigie marina”. Eso ocurrió en los primeros años de la década de 1970: hace casi medio siglo. Da vértigo pensar en tantos años. Y, claro, Naranjo se acercaba a los 80 de su edad cuando se fue, el pasado 11 de noviembre.
En 2012 escribí, para el libro Vivir en la raya, de Naranjo, un largo poema que me encargaron. Lo compuse con enorme gusto y no disimulé ni un gramo mi admiración por él. Me lo comisionaron en el Centro Cultural Tlatelolco y apareció en el libro mencionado; poco antes Naranjo había donado al centro universitario tlatelolca más de 10 mil dibujos de su autoría, acto de gran generosidad.
Mientras prosaba yo aquellos versos, recordé con qué intensidad Naranjo había sido testigo y protagonista del año 1968. Dejó constancia de su solidaridad con los estudiantes por medio de sus dibujos. Fue impresionante la continuidad de su militancia en la crítica política; sus imágenes lo volvieron parte del paisaje mexicano y una de las figuras de mayor autoridad en el ámbito periodístico. Inolvidable su retrato del señor Díaz como anunciante de una marca de whisky.
Hace muchos años, Rogelio Naranjo y yo trabajamos en el mismo suplemento literario, coordinado por Carlos Monsiváis y bajo la dirección artística de Vicente Rojo. Algunas veces llevé, a las profundidades sudorientales de la ciudad, por los rumbos de Tulyehualco, sus impecables y geniales cartones para ilustrar algún texto literario, político o histórico. Hizo una vez una figura cocodriliforme, como debía ser, de mi padre, a quien admiraba sinceramente.