Suelo decir que los habitantes de la Ciudad de México estamos mal preparados para los climas extremosos. Una de las bendiciones de este lugar ha sido el clima, proverbialmente amable. Pero eso se está acabando, de un tiempo a esta parte. La entrada del calor ha sido este año francamente brutal, pues ha estado acompañada de una agobiante contaminación y problemas de tráfico que parecen, y son cada vez más, invivibles. El aire denso y caliente, además emponzoñado, es una carga pesadísima para los cuerpos frágiles de los seres humanos.

En estos días terminamos de leer, y de examinar con cierto detenimiento, luego de algunos meses de reuniones semanales, la “Visión de Anáhuac”, de Alfonso Reyes. No se piense que hago una transición abrupta entre el tema del primer párrafo y esa lectura; esta fue parte de trabajos universitarios, en el marco de un modesto, pero intenso, seminario de estudios literarios.

He aquí la razón de ese enlace entre lo dicho al principio y la prosa de Reyes: alguna vez el Valle de México fue una región de transparencias insondables; ya no lo es. Y siempre evocamos, aun quienes no lo han leído, ese texto, que en 2016 cumple un siglo y pico (es de 1915). Lo evocamos por una frase sobre “la región más transparente” y todo lo que sigue, acerca del agua y la inmisericorde desecación del Valle Metafísico.

En 1915 nadie podía imaginarse la avasalladora y aturdidora presencia de los automóviles en las calles y avenidas, las complejas industrias del siglo XXI y los diversos problemas, algunos trágicos, de una megalópolis de varios millones de habitantes. Lo que Alfonso Reyes sí refiere conmovido al principio de su “Visión de Anáhuac”, y que tiene plena vigencia, es la muerte del agua en esta parte del mundo.

El sistema de lagos navegables de la cuenca, en el siglo XVI, había alcanzado un esplendor que asombró a los conquistadores. Basta leer a Bernal Díaz del Castillo; aun las estilizaciones y exageraciones de Bernardo de Balbuena en su largo poema de elogio a la ciudad tienen algún grano de verdad. Pero todo eso lo hemos destruido. La historia de la Ciudad de México es la historia de la desaparición del agua, del enturbiamiento de una transparencia que se ha extinguido, del envenenamiento del aire que respiramos y de la liquidación de varios mínimos vínculos de convivencia. Es una lástima, para decirlo con una contenida desesperación, y en una frase que dice bien poco de lo que nos ocurre.

Apenas hay ánimos para hablar sobre los otros problemas, también gravísimos, de la metrópoli: la basura, el ruido, la voracidad mercantilista, los hacinamientos, la inseguridad creciente.

¿Serviría de algo releer la “Visión de Anáhuac”? La pregunta parece ingenua y quizá no lo es.

Las grandes transformaciones comienzan en el pensamiento, al margen, o más allá, de la tosquedad pragmática. Y el pensamiento se nutre a menudo de textos literarios.

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