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Casi por causalidad, me enteré de la muerte, en este 2015 que está concluyendo, de dos norteamericanos que he admirado muchísimo, y que admiro. No veo por qué usar el tiempo pasado si se trata de una admiración firme, y que no desaparecerá sólo por el hecho de que esos dos ya hayan tomado el camino de toda carne. Aquí recuerdo a esos muertos formidables. Son muy diferentes, aunque quizá no tanto; lo son, digamos, en un ámbito oficial: sus oficios diferían en apariencia, pero en el fondo se asemejaban de una manera misteriosa.
El primero en morir, nada menos que a la edad bíblica de 102 años, fue el crítico M. H. Abrams, nacido en 1912 en Nueva Jersey. Su libro en cuyo título deslumbran una lámpara y un espejo (The Mirror and the Lamp) es de lectura inevadible si uno quiere hablar con sensatez acerca del romanticismo inglés y de teoría literaria. Una vez tuve la fortuna inmensa de verlo y escucharlo en una universidad de Pennsylvania; dictó una conferencia sobre William Blake y cada vez que evoco su voz y sus conocimientos me entran deseos de revisitar al inmenso testigo del Matrimonio del Cielo y del Infierno: repaso entonces mis módicos volúmenes blakeanos. Recuerdo que todos alrededor de Abrams eran muy diligentes y respetuosos; y no hablo de profesores comunes y corrientes, sino de personalidades de un brillo considerable, como John Hollander y Helen Vendler. M. H. Abrams estaba entonces a punto de cumplir 80 años y me pareció sumamente afable y de trato sencillo, directo; en mi memoria es una de las imágenes del Sabio.
El otro muerto es el músico de Nuevo Orléans llamado Allen Toussaint, nacido en 1938. Toussaint falleció apenas en noviembre pasado, en Madrid, donde andaba de gira. Era un negro de nombre anglo-francés: típico individuo de su ciudad, que estuvo a punto de desaparecer en 2005, acosada por dos fuerzas terribles: la inhumana de la tormenta Katrina y otra, subhumana: la estupidez de George W. Bush. La casa del músico desapareció en el desastre y él comenzó una existencia nómada. Era un dandy y un pianista con un genio musical que solo le regatearían los obtusos que, cegados por la pedantería, no aceptan el arte popular. Toussaint fue una fuerza dominante en el blues y el rock, pero no reconocida, durante largo tiempo. Esa falta de reconocimiento era efecto de su discreción a toda prueba.
En cuanto a la expresión “dos norteamericanos”, utilizada por mí al principio de estos renglones, aclaro de una buena vez que me niego a utilizar la palabra “estadounidense”, justificada con el peregrino y tonto argumento de que los mexicanos somos también norteamericanos, pues también somos estadounidenses, si a esas vamos. Me parece una de esas modas que todo lo vuelven más incómodo a la hora de comunicarnos. ¿Alguien va a creer que Borges habla de un veracruzano o un tlaxcalteca cuando evoca al “poeta norteamericano Walt Whitman”?