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Hace poco más de 20 años, presencié la primera visita a Francia de una persona aficionada —apasionadamente aficionada, diría yo— a los estudios medievales. En su primer día en París, la llevaron, con muy buen tino, a la Sorbona. No a la Torre Eiffel ni a los Campos Elíseos ni a la Plaza de la Concordia ni al Arco del Triunfo. Alguien propuso una visita a la Plaza de los Vosgos o simplemente ir a ver el río Sena desde alguno de los hermosos puentes que lo cruzan. Como digo, la llevaron, en cambio, al patio de la vetusta universidad medieval.
Para llegar allí, el pequeño grupo, con la recién llegada en el centro, caminó por el Boulevard Saint-Michel hacia el río hasta que dieron vuelta a la derecha rumbo a su destino. Se mezclaron con algunos grupos de estudiantes y de profesores en medio de un otoño benévolo. Llegaron por fin: vieron un cuadrángulo casi imperceptible en el piso del patio, al aire libre, entre los edificios. El suelo de la Sorbona tiene ahí una especie de cicatriz de piedra: el trazo del pequeño salón donde se reunieron las grandes mentes de Europa. Ahí, en ese salón seguramente mal ventilado, se hacinaban los estudiantes y los profesores; se desplegaban controversias, se aireaban teologías y cosmogonías, se enseñaba el Trivium y el Cuadrivium. La emoción de esa persona aficionada a la Edad Media fue enorme: se enamoró de París, del París medieval; luego exploraría el Louvre subterráneo, el Museo de Cluny, las Arenas de Lutecia, un París más profundo aun: el de los romanos.
Pero la imagen que conservó, imborrable, fue la de la cicatriz en ese patio antiquísimo. Luego conoció, cerca de ahí, la Calle Dante; pues dice la leyenda que el Alighieri estuvo en la Sorbona. Sólo Oxford puede presumir de estudiantes así.
No puedo menos que pensar que la Sorbona ha cambiado a lo largo de los siglos. Así debía ser y así ha sido. No sabía, empero, que hubiera cambiado tanto; la semana pasada supe, supimos, qué tanto ha cambiado esa universidad venerable. Diré dos cositas sobre quienes la Sorbona ha decidido honrar.
Algunos jefes de Estado, por ejemplo, han recibido la medalla de la Sorbona. Mi favorito entre ellos es el presidente de Irlanda, Michael Higgins. Leo en la Wikipedia que Higgins “domina el gaélico irlandés y tiene un nivel fluido de español”. A sus 71 años de edad, estuvo en la Universidad Menéndez Pelayo en Santander para “perfeccionar su nivel de castellano”. No sé si es espejo de jefes de Estado; sé que es el tipo de personas con las que simpatizo y de las que desearía que hubiese más, muchas más en el mundo.
He visto y escuchado leer a Higgins poemas de W. B, Yeats y hablar con una elocuencia —que en verdad me emocionó— de su amistad con Seamus Heaney.
Opino sinceramente que el presidente Michael Higgins merecía sin duda la medalla de la Sorbona, la Sorbona de Duns Scoto, de Jean Buridan, de Roger Bacon, de Pascal, de Bossuet.