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Desde 1824, México ha sido gobernado por 64 presidentes, mismos que han dotado de cierta identidad al poder. Entre guerras, asesinatos y reelecciones, sus mandatos han impuesto en la historia nacional un halo trágico y de arquetipos humanos de toda índole, mismos que han sido utilizados por infinidad de narradores como materia prima para la confección de obras que buscan conciliar la ficción y los hechos.
La práctica de novela histórica se ha extendido con éxito considerable y al día de hoy es una de las más favorecidas por la industria editorial. En ese sentido, son muchos los personajes que se han ido sumando a la nutrida lista de los biografiables. Algunos de los más llamativos, además de los gobernantes, son sus cónyuges, mismas que, al no gozar de un estatuto definido por la legislación, han dado lugar a polémicas de todo tipo, algunas motivadas por su personalidad y otras por la ambigüedad de sus responsabilidades públicas y políticas.
De todos los mandamases, el único que llegó al cargo máximo sin esposa fue Sebastián Lerdo de Tejada. Hombre prudente e institucional, Lerdo fue un funcionario público comprometido que escaló en la administración pública al amparo de Benito Juárez.
Cuando el Benemérito debió sacar al gobierno de la capital durante la Intervención Francesa, Lerdo lo acompañó en su peregrinaje, a la busca de un territorio estable para reinstalar los poderes de la Unión. Una vez que hicieron base en Chihuahua, cobijados por la población y el gobierno local, retomaron gradualmente sus actividades sociales. Fue entonces que Lerdo conoció a la mujer que sería su único amor sabido y mal correspondido.
Sara Sefchovich elaboró una breve crónica de la emoción de don Sebastián al conocer a Manuela Revilla, joven chihuahuense de una familia acomodada que ofreció una cena en honor a la comitiva presidencial. El relato, paradójicamente impreciso y revelador, fue tomado de las supuestas Memorias del funcionario: “Las flores, los perfumes, las joyas centelleantes, los senos temblorosos y las luces, me intoxicaron de tal suerte, que me sentí joven y quise amar feliz y ser amado. (…) Mis galanterías fueron aceptadas: al finalizar el baile, tuve el capricho de pedirle un guante que ella me tendió sonriendo. Torné a mi casa lleno de ilusiones y de champaña, me metí a mi lecho a las tres de la mañana, estrechando convulsivamente entre mis manos el perfumado guante, que parecía conversar todavía el calor de la manecita que lo llevara aquella noche. ¡Pero qué terrible fue el despertar! La irritación de la trasnochada y el licor habían inflamado mis ojos, descomponiendo el semblante; me vi al espejo y retrocedí: ¿estaba en presencia de una máscara o de mi propia cara? Y si mi propia imagen me disgustaba, ¿qué sería contemplada por otros ojos que no los míos? Recogí el guante, que había caído en la alfombra, lo besé, y después encendiendo una bujía, lo incineré”.
Esta desventura amorosa motivó a José Fuentes Mares —uno de los mejores y tristemente olvidados historiadores de México— a escribir un pequeño libro titulado Don Sebastián Lerdo de Tejada y el amor. La narración, minuciosa en lo contextual y también en lo humano, revela a un hombre enamorado que desarrolla estrategias de todo tipo para estar cerca de su amada. El hilo sobre el que discurre Fuentes Mares es el del contraste entre un individuo que vive horas cruciales para la independencia de su país y que, simultáneamente, enfrenta el desprecio de una joven. Todo culmina con el reconocimiento de Lerdo como el único presidente que nunca se casó.
La desgracia de un espíritu romántico permitió a Fuentes Mares elaborar uno de los libros más disfrutables que recuerdo sobre las confrontaciones del Imperio y la República. Su lectura es una exhortación a otras formas de explorar el pasado para permitirle al presente contemplarse a sí mismo aún en las anécdotas que, a primera vista, puedan parecernos triviales.