El 28 de agosto de 1866 el prefecto de Arizpe salió de Fronteras, rumbo al sur, con 200 hombres de infantería. Durante la madrugada le había enviado un mensajero al capitán Henry W. Lawton, del 4to. de Caballería, que estaba acampado en un valle cercano a Nacosari, para informarle que aunque la presencia del ejército estadounidense en Sonora era legal, no estaba dispuesto bajo ninguna circunstancia a permitir que se llevaran al fugitivo más buscado de México a los Estados Unidos. El prefecto consideraba que él había hecho todo el trabajo de inteligencia que había conducido a cercarlo y que el ejército gringo había llegado en el último momento a comerle el mandado. Tenía razón en ese punto, aunque su argumento no consideraba que el fugitivo se había entregado a los estadounidenses después de dos rondas de conversaciones que habían durado entre ambas casi 10 días.
El mensaje del prefecto fue recibido con cierta preocupación en el campamento estadounidense, aunque no era inesperado. El capitán Lawton sabía que había estado jalando de más la reata siempre podrida de las relaciones fronterizas entre ambos países. Mandó de vuelta al cirujano del cuarto de caballería, que era su segundo de a bordo y hablaba perfectamente español. En su mensaje, le suplicaba al prefecto Aguirre que lo visitara en su campamento para que pudieran tener una conversación: bajo ninguna circunstancia podía entregar ni al fugitivo ni a sus acompañantes, pero podía garantizar que nunca jamás volvería a pisar territorio mexicano.
Hacia la una de la tarde el prefecto y el capitán se sentaron a tomar un café en pocillos de peltre a la sombra de un álamo. Ambos tuvieron fama de borrachos, de modo que es probable que haya tenido piquete. Aguirre entendió, rápidamente, que si quería hacerse del fugitivo iba a tener que ser a balazos y sabía que el gobierno de la República le iba a ordenar que dejara ir a los gringos con su cautivo si garantizaban que lo iban a detener, así que se tragó su coraje y pidió, solamente, tener una conversación con él: escucharlo decir de viva voz que se plegaba a la voluntad del Ejército Estadounidense a pesar de que, por nacimiento y derecho, era mexicano. Lawton entendía que el prefecto de Arizpe estaba, sobre todo, herido de dignidad, por lo que aceptó esa condición y dispuso que todos se encontraran en ese mismo lugar a las seis de la madrugada del día siguiente. La infantería mexicana se retiró a un campamento establecido a 10 millas de distancia y el prefecto volvió con siete hombres a las seis de la mañana en punto del día siguiente. Se sentó bajo el mismo álamo, donde Lawton lo estaba esperando.
Entonces Gerónimo salió de la nada. Llevaba su camisola de manta, faldón corto, mocasines a la rodilla. Se había puesto el turbante rojo que señalaba que sus acciones, en ese momento, eran actos de guerra. Detrás de él había siete guerreros, también con bandana y sin camisa, armados hasta los dientes. Gerónimo llevaba su Winchester en la mano izquierda, agarrado por el gatillo y bajo el ombligo el revolver de cachas nacaradas y seis tiros con el que había asesinado a más mexicanos que ningún otro rebelde de su tiempo. Sus siete guerreros, curtidos, recios como árboles, cerraron filas detrás de él cuando el prefecto se puso de pie para saludarlo. Lawton y sus tenientes tienen que haber notado la genial ironía de que todos los presentes estaban armados con fusiles estadounidenses: la política, entonces como ahora, corre para todos lados, pero el dinero ha fluido siempre sólo en una dirección.
Aguirre tendió la mano. Gerónimo respondió al saludo, pero en lugar de bajar la suya a los muslos, la descansó en la cacha de su pistola. El prefecto tomo el pomo de la propia, que tenía pendiendo del lado izquierdo y se la corrió al centro, sin soltarla. Guerreros y soldados alzaron sus rifles en el que tiene que haber sido uno de los segundos más largos de sus vidas. Uno de los tenientes de Lawton, llamado Charles B. Gatewood, se acercó a ellos. Gerónimo sacó la pistola lo suficiente como para alcanzar el gatillo si había que abrir fuego, Aguirre hizo lo mismo. Entonces Gatewood se interpuso, dándole la espalda al apache y miró a Aguirre a los ojos. El prefecto hizo de tripas corazón, se tomó de las manos por la espalda y le preguntó a Gerónimo si se iba con los yanquis por su voluntad. El apache soltó su pistola y respondió que en México lo fusilarían y que en Estados Unidos sólo lo iban a hacer prisionero. El prefecto confirmó y se dio la media vuelta, no se despidió.
El episodio es conocido porque varios de los presentes escribieron reportes a sus superiores, lo contaron en sus memorias. Todos coinciden en los hechos fundamentales, pero de los testimonios el de Gatewood es el mejor. En una carta a su esposa dice que cuando el prefecto se movió el revolver al centro de la barriga, los ojos de Gerónimo se pusieron tan rojos que se convirtieron en dos masas negras, como bolas de billar.