En Australia, vi Sydney, grande, potente e industriosa. La vi repleta de rascacielos llenos de gente trabajando, harta de restoranes en los que hay que hacer fila para conseguir una mesa, llena de tiendas vendiendo todo el tiempo a todo trapo. Nunca he visto a tanta gente vestida de licra saliendo a correr a todas horas, haciendo yoga en los parques. Vi el tamaño de los australianos y las australianas: en Nueva York no soy alto, pero siquiera soy competitivo; allá era un enano. Vi el litoral de la bahía lleno de pueblos ricos, vi las playas: a las cinco hay tantos surfeadores que llenan las olas y chocan entre ellos. Vi el mercado central de la ciudad, atiborrado, la gente comprando y vendiendo cantidades industriales de vegetales, frutas, han de comer muchísimo y por eso son tan grandes. Es una cosa entre Hong Kong y una Londres tropical, atlética. ¿De dónde salió tanta gente tan rubia? ¿Cómo llegaron hasta allá? Vi que somos tan impopulares como tememos a veces: en la zona de migración del aeropuerto hay una segunda inspección, sólo para mexicanos —pero a lo mejor tuve mala suerte.
También vi, casi con miedo, que una civilización puede florecer y ser feliz completamente desprendida de la alta cultura: las librerías son horribles, como Sanborns, hay un museo de arte contemporáneo que es lo único que está libre de tumultos, en la celebérrima Ópera de Sydney sólo programan comedias musicales —un Broadway muy de segunda mano. La música clásica está confinada a las salitas laterales. Vi a un ensamble competente de músicos y cantantes italianos, con un programa más bien pedagógico. La gente palmeaba llevando el ritmo de las arias. Lo juro. Tal vez no importe, o hasta sea mejor: estaban recontentos, contentos como no está nadie nunca en la Ciudad de México o en Nueva York o en Europa. Estuve ahí más de una semana y nunca entendí del todo: salía a correr todos los días y no encontré el soundtrack que ajustara perfectamente con el paisaje.
En Gales sí. Vi que se pueden correr kilómetros y kilómetros por las colinas más verdes de todo el mundo y que amachinan maravillosamente con Led Zepellin. En Gales vi muchas librerías hermosas y bien dotadas, escuche en bares mínimos a músicos magníficos sacándole perlas a sus cuerdas. Respiré. Vi que los galeses siguen siendo cultos y son todos de clases media, pero no están contentos. Vi que todo sirve y nada les gusta, sólo por joder: se quieren salir de Europa. Vi también que el sistema de aires del planeta ahora sí está ya completamente despedazado: en la Gales polar y eternamente encapotada había unos solazos que van a terminar cociendo vivas a las legendarias ovejas de la zona y en Londres, aunque era junio, estaba helando.
En el Royal Court Thetre vi Minefield, la nueva pieza teatral de Lola Arias, en la que veteranos de las Malvinas argentinos e ingleses actúan sus propias experiencias durante la guerra. Confrontan lo que pensaban con lo que es. Al final se reconcilian y forman una banda de rock de puros calvos. Un fin genial: de chicos tenían el mismo sueño. Vi que el culto a la moda y el glamour londinenses siguen deliciosamente vivos: por las calles, de noche, todavía se ve a gente vestida tan asombrosamente que en Nueva York nos detendríamos a brindarles una ovación.
Vi Budapest. Debería escribir horas de Budapest, pero nunca hay suficiente espacio. La vi rica, fuerte, guapa. Enojadísima con el gobierno fascistoide que la agobia. Pero los húngaros son como los mexicanos: votan fatal.
Vi Ámsterdam completamente destituida por el turismo —ya es como Venecia o la Quinta Avenida o el Barrio Gótico de Barcelona: insoportable. Pero también vi a los amigos holandeses, que viven en la ciudad fea e industrial que no mama de los canales ni del turismo y son siempre tan admirable, cómicamente autocríticos: tienen un país que no podría ser más exitoso y no hacen más que reírse de que nada sirve, de que es tan chico que no hay norte y sur, de la lengua endemoniada que los encierra. Tal vez tengan razón: hay tan pocos holandeses y están tan bien educados que en las librerías los libros en inglés o francés están revueltos con los escritos en lengua local y tal vez sean más. Todos los escritores se quejan del mismo problema: hay cientos de traductores de algo al holandés, pero ninguno del holandés a algo porque nadie estudia holandés fuera de Holanda. No están contentos, están en crisis, pero a lo mejor es sólo porque la Naranja Mecánica no calificó a la Eurocopa.
Y vi Bruselas, mi adorada Bruselas —tengo que ser la única persona en el mundo a la que le encanta esa ciudad—, absolutamente tercermundizada por la suma de crisis que lleva resistiendo: la económica de 2008, la de la identidad europea, la del terrorismo de locales que se sienten integristas. La vi triste, medio cerrada, jodida. La mejor metáfora de la crisis imaginaria de Europa: la social democracia les salió tan bien, que ya están aburridos. Digo esto desde Francia, ningún país más aburrido de si en el mundo que Francia, pero es tan francesa en su depresión que se merece su propio artículo.