Más Información
Sheinbaum se posiciona sobre iniciativa que busca regular contenido de influencers; “Yo creo en la libertad de expresión", dice
Pedro Haces justifica uso de helicóptero privado de Ricardo Monreal; “quien trabaja anda en cielo, mar y tierra”, dice
Sheinbaum recibe en Palacio Nacional a legisladores de Morena y aliados; “voy a darles un aplauso por todo su trabajo”, dice
Fernández Noroña lamenta declaraciones de Ken Salazar; "un día dice una cosa y al otro dice otra", señala
Mi madre llegó a América como llegó todo el mundo durante el lamentable siglo XX: huyendo. Llegó a sus cuatro años, tres después que su padre —mi abuelo—, que sobrevivió gracias a que tuvo unos parientes que compraron su libertad en un campo de concentración y lo ayudaron a conseguir un permiso del gobierno de Lázaro Cárdenas para embarcarse a México.
Cuando mi madre bajó del barco en que había viajado con mi abuela en tercera clase y con una tosferina de la que quién sabe cómo se salvó, le cantó orgullosamente a mi abuelo un himno fascista que era lo único que se escuchaba en la radio a la que ella tuvo acceso hasta entonces. Cantó la canción en el muelle mismo del puerto de Veracruz. Su padre, en lugar de indignarse, la atajó con un son de revolucionarios que había aprendido en su nueva patria: “La Valentina”.
La canción marcó a la niña y se convirtió en lo que ella llamaba una “nana”: la tonada de consuelo que le cantaban cuando estaba triste o que entonaba con mi abuelo antes de irse a la cama. El estribillo de la nana de mi madre tenía los colores de sus tiempos: “Si porque tomo tequila, mañana tomo jerez, / si porque me ves borracho, mañana ya no me ves. / Valentina, Valentina, rendido estoy a tus pies, / si me han de matar mañana, que me maten de una vez”.
La generación de mi abuelo paterno fue un producto químicamente puro de la Revolución. Él y sus cinco hermanos fueron los primeros profesionistas de una familia que llegó a Nueva España en el siglo XVI y llevaba cuando menos 200 años encerrada entre ranchos y villas dispersas por las estribaciones de la Sierra Madre Occidental. Eran los perfectos güeros de rancho a los que la guerra obligó a crecer en la ciudad, que era más segura para pasar una infancia poblada de desplazamientos militares y hombres fusilados.
Mi padre nació en Autlán, porque mi abuelo, por entonces embelesado con la noción revolucionaria de la medicina social, volvió al pueblo en los años 30 a montar una clínica asistencial. Su minúsculo centro médico fue tan exitoso que lo mandaron llamar primero de México para que sirviera en el Seguro Social y luego a Veracruz, donde una empresa gringa lo contrató para reproducir la experiencia en el ingenio de Potrero.
Mi padre, entonces, nació en un pueblo de rancheros ricos, luego pasó un mal año en un departamento oscuro de la colonia Juárez en la capital y fue a crecer en el mismo Paraíso Terrenal.
Mis hermanos y yo somos el producto de una anomalía histórica registrada en las aulas de una preparatoria pública veracruzana: la suma al mismo tiempo imposible y común de la psique torturada de los inmigrantes recientes y el soñoliento desdén de los criollos viejos. Mis padres crecieron en el último matraz de un laboratorio al que se cargó la globalización. Un mundo anterior a los tupperwares y Elvis, una comunidad de verdad remota en la que si uno quería un mango salía al jardín por él y en el que había gendarmes y no policías.
Pero el Paraíso, ciertamente, además de papayas da alacranes. Tengo clarísimo, por ejemplo, que los niños jugaban beisbol en el llano, salían de caza, nadaban en el río, perseguían a las inmigradas recientes: italianas pobres, españolas comunistas, judías de toda Europa, gringas hijas de empresarios. Las niñas, en cambio, no sé qué hacían además de ser acechadas por los criollos. ¿Tejerían? ¿Jugarían a la casita? ¿Irían al templo? Tenían un destino brutal: su infancia consistía en una larga preparación para el momento en que fueran coronadas reinas del Club de Leones, que en realidad no era más que un ensayo general del día de sus bodas. Era un mundo en el que todos sabían quién mandaba y quién obedecía y en el que la jerarquía del color de piel y la extracción social eran infranqueables. Todo estaba clarísimo: Hidalgo tomaba la Alóndiga y El Pípila cargaba la piedra. La cosa no podía estar tan bien si a los 17 años todos se iban a una ciudad más grande a la universidad y nadie volvía.
La historia es común: la modesta épica de la clase media mexicana construida por las universidades públicas y privadas de mitad de siglo. Pero sospecho que hay una historia ahí que todavía tiene que ser contada: creo que no fueron nuestros padres los del empeño migratorio, fueron nuestras madres. Ellos podían encontrar un destino razonable en el pueblo. Podían volver a mejorar el negocio de la familia, hacer una carrera política o administrativa cómoda en la villa. Ellas no. Si regresaban, no tenían más remedio que reproducir el modelo. Su título les hubiera servido para entrenar a sus hijas en la supervivencia al Club de Leones. La clase media mexicana, globalizada, rabiosamente urbana, profesional y multiétnica, existe porque ellas se subieron al tren y transformaron el paso por la universidad en una migración. Ellas la construyeron.