Vimos el río Moldavia. No pude resistir la obviedad de escuchar Má Vlast mientras corría por su vera, pero el Moldavia no tiene vera, no cuando pasa por el centro de Praga en donde ya no quedan ni veras ni malecones ni ríos legendarios ni nada y sólo hay turistas. Turistas ocupando todo el espacio todas las horas del día y de la noche, turistas cada uno en su cuadrito, como si bailaran mambo. La gran coreografía de la manteca universal. Turistas que no dejan espacio para que corran otros turistas cursis que creen que correr junto al Moldavia escuchando a Smetana importa —tratar de correr por Praga es como jugar un videojuego: hay obstáculos y uno pierde—. Vi que a fuerza de repetir su efigie en camisetas, nos acabamos a Kafka: ya está en la liga de Los Pitufos y el Che Guevara.
Pero nos fuimos pronto de esa Praga destruida para que todos la disfrutemos y vimos otra, que está intacta. La Praga que engordó con el imperio Austrohúngaro en el XIX y siguió creciendo a pesar de los nazis, los soviéticos y la FIFA, la que aguantó el pasadero de botas con un sentido del humor misterioso y genial. Uno se ríe muchísimo en Praga, se ríe con estruendo aunque la corona checa y el peso mexicano se estén yendo a la mierda por minuto. Vi la Praga resistente y tibia de las cervecerías en sótanos en los que se puede fumar y los patios en que se habla sin parar hasta tardísimo en la más obtusa de las lenguas, comiendo masa hervida y queso frito, cada quién con su cobija porque bien entrado mayo sigue haciendo un frío del carajo. Vi el orgullo checo: un país minúsculo que aguanta y se aclimata y vuelve a ganar porque si no hay checos no hay quien hable checo y esa literatura desproporcionadamente grande no se puede extinguir. Vi que en Praga hay más librerías que panaderías: son los únicos europeos que no odian a Amazon porque ni siquiera les preocupa que exista.
Llegamos a Liubliana después de un invierno interminable en Nueva York y varias semanas entre Berlín y la República Checa, todavía polares aunque fuera mayo. En Liubliana nos dio el sol Adriático y comimos pescado y tomamos vino en mangas de camisa al lado del río y el eslavo cerrado de la gente nos sonó a latín con tantas vocales tan civilizadamente abiertas y le habríamos dado un beso al sur si se hubiera podido.
En Eslovenia vimos unas camisetas que decían muy orondas “Since 1991” y Sasa, un deslumbrante fotógrafo croata por cuyos ojos todos vimos el horror de la guerra de los Balcanes, nos dijo mientras tomábamos un helado en Zagreb que bueno, que así son las cosas, que los países van y vienen. Pensamos que nunca se nos había ocurrido, que tal vez tiene razón y lo raro es crecer pensando en Masiosare.
Vimos a los universitarios de Zagreb desesperados por formar parte de la nueva Europa y nos sentimos culpables. Habíamos pensado que lo mejor del neverending booktour era Zagreb porque representaba un paseo por la vieja Europa, la que era nuestra prima pobre y era más guapa y mucho más interesante aunque llevara falda de terlenca. Zagreb es una ciudad que se ve y se siente como se debió sentir la Barcelona de nuestros abuelos, el París de Hemingway y Fitzgerald. Se cae en pedazos de una manera sinfónica y antojadiza, es ambiciosa y modesta, está llena de monjas patibularias y viejos adocenados que creen que la patria es el templo y el templo la patria, pero también tiene los mejores cafés de Europa —Croacia llegaría a la final contra Italia en el Mundial del exprés cortado—, tiene la escena artística más rabiosa, el mejor Festival literario del Mundo —se llama FESS—, y el alma más atribulada y sincera. En Praga nos dijeron: no están en Europa del Este, están en Europa y en Eslovenia nos dijeron, no están en la exYugoslavia, están en Europa; en Zagreb, nomás llegando, nos dijeron: están en los Balcanes.
Llegué a Zagreb leyendo un libro rarísimo, sobre arqueología del lenguaje, que dice que todas las lenguas indoeuropeas vienen de nomás traslomita los Balcanes y lo demuestra explicando la distribución de la palabra “miel” y su origen en un fonema prehistórico que sonaría más o menos así: “mel”. Me trajeron mi té con una jarrita de leche y otra que decía “Mel”. El viaje había cumplido su objetivo: terminaba en un principio.
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