Pensar en la Arcadia es siempre una tentación, porque sí hay un lugar y un tiempo en que la soñolienta supervivencia literaria de un mito se cruza con hechos razonablemente demostrados en el campo duro de la arqueología.

Durante poco más de mil 500 años, entre el 5300 y el 3700 AC, Europa central y oriental parecen haber quedado en un suspenso afortunado que se quebró así nada más durante el parto por guerra del mundo en el que seguimos viviendo. Ese espacio, que fue el sitio en el que unas pocas cosas insuperables se inventaron con la paciencia y plenitud del que se sienta a mirar diario el comportamiento de los pájaros para saber cómo será el clima durante los siguientes mil años, comprendía la rivera extensísima del Danubio, los Balcanes —incluyendo su extensión en las penínsulas griegas— y los Cárpatos, las llanuras al norte del Mar Negro y el Caspio —que se extendían hasta los montes Urales—, las montañas del Cáucaso por el sur, Anatolia, el norte de Siria, Irán.

En las partes altas del norte de la región y en la parte accesible para los seres humanos de las estepas, vivían los cazadores-recolectores, a los que los arqueólogos de habla inglesa llaman, deliciosamente, forrajeros, porque no eran del todo distintos de unos alces que fueran por la montaña buscando forraje. Los forrajeros vivían en sociedades intercambiables, sin jerarquías ni nociones administrativas: repartían lo que se encontraban porque no había modo de que ahorraran, no tenían jefes, enterraban a sus muertos donde se les quedaban; los sobrevivieron instrumentos de caza, no armas. En los valles del sur, más cálidos y quebrados por ríos, vivían los primeros pastores y agricultores organizados en villas construidas en torno a edificios más grandes que eran propiedad común, no había ni vallas ni fosos; tenían cementerios, pero sus muertos eran más o menos iguales: algunos tenían joyas, trajes alucinantes hechos de pequeñas lajas cortadas de colmillos de jabalí, algún objeto de bronce, pero nada más: los arqueólogos los han encontrado sepultados en paz, sin mazos ni lanzas, sin víctimas propiciatorias, sin grano para resistir el viaje: se iban del mundo como habían llegado, acaso elegantes, pero sin provisiones.

Los agricultores y los forrajeros convivían en paz donde se cruzaban sus territorios: simplemente no hay entierros de víctimas de asesinato. Se casaban poco entre si –los cráneos que dejaron los forrajeros son chatos y mofletudos, sus esqueletos entecos y recios, los de los agricultores son finos y largos— pero comerciaban materiales y conocimiento: los forrajeros aprendieron a hacer pan y domesticar a los animales que antecedieron a las vacas modernas, se convirtieron, hasta cierto punto, en ganaderos; los agricultores se beneficiaban de las especies silvestres que sólo conseguían sus vecinos, entre las que había unos animales espléndidos que los forrajeros cazaban con mucha dificultad y daban más carne que ningún otro: los caballos. Valían mucho, dado que en las villas de agricultores se reconoce un templo porque en sus fondos hay enterradas cabezas de potro ofrecidas a unos dioses de los que no sabemos nada. Para la mayoría de las generaciones humanas, un caballo era un venado sin cuernos, un antílope gigante, bravo y delicioso, una mina de carne y tripas. De los milenios que llevamos viviendo con caballos —un homo sapiens sapiens y un equus ferus caballus se deben haber visto la cara por primera vez en el norte de Europa hace cincuenta y tantos mil años—, sólo los hemos montado por poco menos de 6 mil, casi nada.

Ese mundo, ese espacio que duró un milenio y medio y que los escritores sospecharon bajo el nombre de Arcadia en los tiempos en que todavía se esperaba de un poeta que fuera cursi y sentimental, la Vieja Europa arqueológica fue una isla de instrospección feliz para una especie animal, la nuestra, que se distingue por su avaricia, su crueldad lenta y estudiada, su tendencia al daño en nombre de quién sabe qué cosas que hace siglos dejamos de tener tiempo para entender porque tenemos que estar jodiéndolo todo, todo el tiempo.

Hay en todo esto un hecho que me inquieta. El fin de esa Arcadia arqueológica, durante el que las villas de agricultores fueron arrasadas y los forrajeros devenidos en criadores de ganado impusieron un sistema político fundado en la violencia, coincide, exactamente, con la invención de dos tecnologías de control que todavía utilizamos: el freno del caballo y la gramática indoeuropea.

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