Cuando George Kittle era niño, su padre exjugador y entrenador le repetía una frase que se le quedó tatuada en la mente: “Juega cada down como si fuera el último.” En ese entonces, George era sólo un chico flaco de Iowa con un sueño enorme y una energía que no cabía en el cuerpo. Nadie imaginaba que aquel niño terminaría convirtiéndose en el corazón de los 49ers de San Francisco y uno de los mejores alas cerradas de la actualidad.

Pero su camino no fue fácil. En la universidad de Iowa, apenas y lo volteaban a ver. Era el jugador que llegaba más temprano y se iba más tarde, el que pedía una repetición más cuando todos ya estaban cansados. Y esa mentalidad lo forjó. Porque Kittle aprendió que el talento te abre la puerta, pero la entrega te mantiene adentro.

Cuando los 49ers lo eligieron en la quinta ronda en el draft de 2017, llegó con hambre. En poco tiempo, se ganó el respeto de todos: por su intensidad, por su sonrisa contagiosa, por esa mezcla rara entre guerrero y niño. Kittle no sólo atrapa balones, contagia espíritu.

Y esta temporada volvió a demostrarlo. En el primer juego, una lesión lo sacó del campo. Pero en la semana 7, regresó. Y aunque fue el primer partido en sus 126 como profesional incluyendo Playoffs sin una sola recepción, nadie dudó de su impacto. Su presencia cambió el plan de Atlanta, su bloqueo abrió huecos, su energía encendió al equipo.

Kittle no juega por estadísticas, juega por amor. Es ese tipo de jugador que recuerda por qué el futbol americano es tan poderoso: porque se trata de caerse y levantarse.

@49ersESP

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