A los 80 años de edad el conquistador Francisco de Aguilar recordó aquel momento. Hernán Cortés y sus hombres se hallaban sitiados en el palacio de Axayácatl. Apenas podían mantenerse en pie a causa de la fatiga y la falta de sueño. Llevaban días bebiendo agua fétida, escuchando el ruido incansable de tambores y caracolas. Una cascada de piedras y flechas barría a toda hora los muros, las azoteas del edificio. Acababa de ocurrir la matanza del Templo Mayor , en la que Pedro de Alvarado , había asesinado con saña, durante la fiesta de Tóxcatl, a la nobleza mexica. Se acababan el miedo y la fascinación. El pueblo guerrero había despertado y no tardaría mucho en echar abajo las puertas.
En ese clima, el capitán de la guardia de Cortés Alonso de Ávila entró en su aposento y encontró al astrólogo Blas Botello llorando amargamente. “No quedará hombre de nosotros vivo si no se tiene algún medio para poder salir”, le dijo Botello.
El astrólogo, al que Bernal Díaz del Castillo describe como “muy hombre de bien y latino”, había acertado varias veces al pronosticar hechos futuros. Adivinó, por ejemplo, que Alvarado estaba cercado en Cempoala, y señaló la hora exacta en que debían ser atacados los hombres de Pánfilo de Narváez , enviados por el gobernador de Cuba a detener a Cortés.
Ávila le contó a Alvarado lo que había escuchado. El rumor comenzó a extenderse entre los castellanos y se sumó muy pronto a la serie de sucesos de naturaleza oscura que en los últimos días estaban ocurriendo en el Palacio de Axayácatl.
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Relata Francisco de Aguilar:
“Aconteció que un soldado estaba retraído en la iglesia que teníamos por cierta travesura que había hecho, salió a medianoche huyendo de la iglesia y dando voces que había visto rodar saltando por la iglesia hombres muertos y cabezas de hombres y entre ellas la suya. Lo mismo [pasó] con las velas [los vigías] que velaban: habían venido huyendo a decir que habían visto caer en la acequia piernas y cabezas de hombres muertos. Todo lo cual salió después verdad porque el soldado que había visto su cabeza, como muchas de las velas que aquello dijeron, murieron todos la noche que salimos. Cosa de espantar […] Y esto y lo arriba dicho pudo ser seis días antes que saliésemos, dando a entender lo que nos aconteció de tantos muertos.
A pocos sucesos de la historia de México los acompaña la atmósfera sobrenatural y onírica que rodeó la Noche Triste. En su crónica de los hechos, Fray Diego Durán narra que Cuauhtémoc mandó llamar “a todos los viejos de las provincias y encantadores y hechiceros” y les encargó que “asombraran” a las españoles y les mostrasen “algunas visiones de noche, y los asombrasen para que allí muriesen de espanto”.
“Cada noche –prosigue Durán-- procuraban mostrarles visiones y cosas que ponían espanto: una vez veían cabezas de hombres, saltando por el patio; otras veces veían andar un pie solo con un muslo; otras veces, rodar cuerpos muertos; otras veces veían y oían aullidos y gemidos, de suerte que ya no lo podían sufrir”.
“¿Por qué miráis en agüeros”, reprendía Cortés a sus hombres, “será lo que Dios quisiere”.
Capitanes y soldados insistieron, sin embargo, en que la única manera de seguir con vida era intentando una salida desesperada. En junta de capitanes, se resolvió abandonar Tenochtitlan la noche del 30 de junio. “Sabían que a los mexicas no les gustaba combatir en la oscuridad”, escribe Hugh Thomas.
Los detalles son oscuros. Probablemente ese mismo día murió, apedreado por su propio pueblo o asesinado a hierro por los españoles, el Huey Tlatoani Moctezuma , a quien Cortés mantenía en el palacio de Axayácatl como rehén.
Tras el asesinato de Moctezuma fueron asesinados también los señores principales que se hallaban presos en aquel lugar. Según Francisco de Aguilar, Cortés los “mandó matar sin dejar ninguno”.
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Los cadáveres fueron sacados y arrojados a la calle. Mujeres y parientes, con hachones encendidos, fueron a recogerlos. Al reconocer a sus muertos se les echaban encima llorando. Era una “grita y llanto” tan grandes, recuerda Aguilar, “que ponía espanto y temor”. “Nunca en toda la guerra… tuve tanto”, escribió.
Antes de partir, Cortés se acostó con la hija del señor de Texcoco y luego le rezó a la Virgen de los Remedios. Creyó, probablemente, que aquella era su despedida del mundo.
El palacio de Axayácatl guardaba los tesoros de los gobernantes mexicas del pasado . Cortés los había descubierto en una habitación cuya puerta se había mandado tapiar. Eran tantos que el capitán dijo sonriendo que si faltaran balas de cañón, podrían hacerlas con el oro y las joyas que ahí se guardaban.
Bernal Díaz del Castillo
aclara que se cargaron con oro siete caballos cojos. El oro que le correspondía al rey fue echado a lomos de una mula. Todo esto quedó bajo el cuidado de Terrazas, un criado de Cortés, al que iban a escoltar 80 aliados tlaxcaltecas.
El oro fue fundido en barras delgadas. Cortés permitió que sus hombres tomasen lo que quisiesen, “antes que fuera a quedar perdido entre estos perros”. Dice Bernal que habría “sobre setecientos mil pesos en oro”. Los soldados menos experimentados metieron en sus armaduras cuanto pudieron. Los veteranos optaron solo por unas cuantas barras. Díaz del Castillo cuenta que “apañó” cuatro chalchihuis, “piedras entre los indios muy preciadas”, que más tarde vendió para poder comer.
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Quedaron en el palacio muchas barras, y sobre todo, mucho oro sin fundir.
Y entonces, “sucedió la noche”, como escribe Aguilar.
La columna salió dividida en tres grupos. En la avanzada iban algunos capitanes con 200 soldados “sueltos y valientes”. En este grupo iban La Malinche , los frailes que acompañaban al ejército y doña Luisa, manceba de Alvarado e hija de Xicoténcatl.
Atrás marchaban Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, las hijas de Moctezuma y el grueso del ejército castellano y de los aliados tlaxcaltecas. Era en ese grupo en donde iban los caballos y la yegua que cargaban el oro.
Al final iban Alvarado y Juan Velázquez de León , acompañados por varios jinetes.
Desde el 26 de junio los castellanos habían fabricado los “ingenios”, unos primitivos tanques de madera dotados de rendijas, en cuyo interior cabían veinte escopeteros. Llevaban, también, un puente portátil, hecho con las vigas de madera del palacio de Axayácatl. Al final, nada de esto les sirvió.
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A la medianoche comenzó la marcha. Llovía. Todos caminaban en silencio. Por más orden que privara, sin embargo, una huida tan tumultuosa no podía pasar inadvertida. En ese momento fueron vistos por una mujer que había salido por agua, según una crónica. Alguien que observaba desde lo alto del templo de Huitzilopochtli gritó: “¡Guerreros, capitanes, mexicanos… ¡Se van vuestros enemigos!”.
Cuenta Bernal que los mexicas mandaron decir a los de Tlatelolco: “Salid presto con vuestras canoas, que se van los teules y tajadlos que no quede ninguno con vida”.
Comenzó un estruendo “que debería haber hecho llorar a las piedras”. Sonaron los teponaxtles y las caracolas. Los puentes que rodeaban la ciudad, y la unían con tierra, firme fueron alzados. Los castellanos y sus aliados tlaxcaltecas caminaban entre el lodo. Lograron salvar la primera cortadura con su propio puente. Para entonces, ambos lados de la calzada México-Tacuba se habían poblado de canoas repletas de guerreros. Una crónica afirma que las flechas lloviznaron también sobre los conquistadores. La calzada quedó convertida en una trampa mortal. Los soldados más rezagados (entre ellos iba tal vez Juan Velázquez de León) no pudieron seguir y regresaron al palacio de Axayácatl: no volvió a saberse más de ellos.
En el canal de los Toltecas, lo que hoy es Reforma y Puente de Alvarado, sobrevino la catástrofe española: lo que Francisco López de Gómara llamó “la noche triste”. Aguilar narra que al ser levantado el puente, el canal quedó convertido en un precipicio: cayeron en este, indios, indias y caballos. No tardaron en morir ahogados. Los que venían atrás empujaban hacia delante de manera febril. Pronto, el canal quedó lleno de muertos. Sobre esos cuerpos iban pasando los vivos para llegar a tierra firme.
Se perdieron cañones, caballos, petacas y fardaje.
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Cuenta Bernal que los mexicas les gritaban “cuilones” a los que huían.
Cortés logró cruzar a nado, dejó a varios de sus hombres en tierra firme y regresó “a socorrer lo que pudiera”. Estuvo a punto de caer prisionero, pero un tlaxcalteca y un soldado español lo rescataron.
En la retaguardia, Alvarado perdió a casi todos sus hombres. Llegó a tierra firme “corriendo sangre”, acompañado solo por ocho soldados y unos cuantos tlaxcaltecas. No salieron ni Velázquez de León, ni Terrazas (el criado de Cortés), ni tampoco el astrólogo Botello, de quien diría Bernal: “no le aprovechó su astrología”. Murieron también en la Noche Triste Chimalpopoca y doña Ana, hijos de Moctezuma.
Las fuentes refieren que entre 600 y mil españoles perdieron la vida durante la herida, y se habla de entre 900 y cuatro mil guerreros tlaxcaltecas fallecidos. “Qué herir y matar”, recordaría Bernal.
Muchos de los hombres que habían llegado en la expedición de Narváez quedaron en “la triste puente” de los toltecas, cargados de oro. Por lo menos, “murieron ricos”, ironizó Gómara.
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Cuenta Bernal que del astrólogo Botello solo apareció su petaca, en la que había un misterioso libro, lleno de “cifras, rayas y apuntamientos”. Era el libro con que se echaba la suerte.
En uno de esos “apuntamientos” el libro le advirtió que no saldría con vida, que la iba a perder a manos de “estos perros”.
La Noche Triste terminó con la atmósfera oscura, tenebrosa, sobrenatural, con que había comenzado.
Un año más tarde, caída Tenochtitlan , los españoles iniciaron la búsqueda del fabuloso tesoro que habían visto, habían tenido, habían perdido.
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El tesoro nunca apareció. Algunos soldados creyeron que Cortés lo había escondido luego de quemarle los pies a Cuauhtémoc y arrancarle mediante la tortura el secreto de su localización. Ninguno de ellos volvió a ver, sin embargo, una sola de las barras perdidas el 30 de junio de 1520, la noche de la única victoria mexica en contra de los españoles.
La ciudad que los conquistadores construyeron se levantó sobre el recuerdo de l a Noche Triste. Sobre la idea de que en alguna parte había un tesoro perdido, o uno que alguien se había robado.
Quizás ahí, en una noche lluviosa de hace medio milenio, comenzó en México la gran institución de la sospecha.