Cuando pisé por primera vez el generoso espacio de la Ciudad Universitaria, supe que había llegado a un lugar promisorio y que la vida me estaba concediendo un privilegio. Era abril de 1971. Me impresionó la explanada con un inmenso pino rodeado de torres bajo un cielo inusitadamente claro. Esos edificios asombrosos, iluminados por serpientes y seres bravíos, me atrajeron como hasta hoy me conmueven.

Igual que quien descifra un enigma hice el examen de admisión a la Facultad de Ciencias Política y Sociales. Conseguí entonces entrar al abierto paisaje de un universo en el que la vida podría ser tan intensa como nunca antes.

La Facultad estaba en una construcción de dos plantas que hacían la periferia de un cuadrado. Para algunos sería impensable imaginar que por aquel edificio con dos aulas grandes y varias pequeñas pasara como si nada el mundo entero. Tenía un jardín en medio, por el que cruzábamos platicando febriles mientras a nuestro lado, recargados en un árbol, lo mismo había 10 amigos riéndose que dos besándose.

Cerraba la fiesta una cafetería diminuta, siempre atestada. La atendía un solo hombre, bajito y célebre, al que llamábamos Tacho y cuyo apellido no sabía casi nadie. Sin embargo, no es pequeño el hueco de la memoria en que lo guardamos tomando nota y con un trapo en el hombro; tratando con la misma condescendencia a los alumnos que a los maestros, asegurándonos con su actitud que vivíamos en una comunidad en la que el respeto era lo natural y lo bienvenido.

No tengo cómo agradecer lo que hizo con mi fortuna el paso por ese lugar al que siempre recuerdo iluminado por el sol de la media mañana en que andábamos de un salón a otro. Tuve maestros inteligentes, generosos y sabios. Nada de lo que me fue pasando desde entonces sucedió sin la ayuda de sus heterogéneas enseñanzas. No las olvido. Conocí por ellos el raro privilegio de la libertad, la pasión por los libros, por la fantasía y el arrojo; la certeza de que las dudas y la imaginación no sólo son un derecho sino un juramento.

Para mi fortuna, aún me acompañan amigos de entonces.

¿Quién era yo ese año? Lo mismo que ellos: una tardía adolescente buscando qué iba a hacer con su vida. Y abrazándola sin miedo, hasta comprometerse con la obligación de vivir con intensidad, regocijo y esperanza.

La Facultad de Ciencias Políticas volvió nuestra vida diaria más poderosa que cualquier eternidad. Y hasta la fecha: cada recuerdo es un llamado y cada hallazgo resuelto por la certeza de que encontré en la UNAM una parte esencial de mi destino.

A pesar de que nunca hice la tesis, culpa con la que he de morirme, porque no me absuelve el que entonces nadie me haya pedido un título para darme trabajo y me urgía tenerlo, terminé la carrera y me fui a la escritura y el periodismo con la íntegra certeza de que cuánto sabía, el fervor incluido, lo había aprendido en la Universidad.

Imposible pensar en el futuro sin acudir al pasado. Imposible negarse a un desafío. El paso por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM nos enseñó a vivir con la certeza de que sabremos enfrentarlos. La Universidad Autónoma de México no sólo es una institución, se vuelve para casi todos los que pasamos por ella un compromiso con la lealtad y el agradecimiento que se debe a quienes cambiaron para bien lo que sabemos y esperamos del mundo. Imposible aceptar un desafío, sin reconocer que trae consigo un abrazo.

Eso lo sabemos muchos, como pocos quienes trabajan en la Fundación UNAM.

Escritora y periodista

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios

Noticias según tus intereses