Una mano derecha cortada; un brazo segado; un pie completo, un tobillo y una rótula. Son las primeras pistas que nos deja el escritor bogotano Santiago Gamboa para llegar a las vísceras del “ Colombian Psycho ”. Las partes de un cuerpo humano van apareciendo cuando un agente de la policía “muy informado en asuntos del infierno” las desentierra con su equipo en las afueras de Bogotá .
La lluvia, las preguntas, el insomnio y algunas convicciones acompañan al fiscal Edilson Jutsiñamuy en un caso que se hace cada vez más laberíntico. Confiando en el olfato de Julieta Lezama, más diligente que la justicia misma, Gamboa deja en manos de la periodista y su asistente el hilo conductor de una historia de delitos y violencias en un país en posconflicto donde “cada persona vive su vidita como puede”, y “el tiempo no corre siempre hacia adelante. No para todos ni por igual”.
Esta novela es la nación misma, un territorio de personajes reales que parecen prestados de la ficción, de historias que reiteran las preguntas que nos hacemos desde hace décadas sobre el país que batallamos y sobrevivimos, y de respuestas que dejan de ser certezas cuando vemos las noticias de todos los días. Es, al final, el relato de los “colombian psycho” que, de alguna manera, somos todos.
¿Cuál es la relación entre “Colombian Psycho” y “American Psycho”, de Bret Easton Ellis?
“American Psycho” fue una increíble tormenta literaria en el Nueva York de inicios de los años 90 por su furibunda crítica social a las clases privilegiadas, a la banalidad de su crueldad e incluso a la superficialidad de su violencia. Para mí fue algo muy revelador, por eso el juego de espejos con el título de “Colombian Psycho”, donde se escenifican algunos de los pecados capitales de nuestra clase dirigente y, también, las consecuencias de la soberbia y el desprecio de personajes criollos parecidos a los que hoy se autodenominan “gente de bien”.
Usted plantea que la violencia “es cultural y no progresa, se queda estática”. ¿En qué sustenta esa idea?
Hay una violencia directa que tiene que ver con el modo de matar. Cada cultura tiene formas diferentes de hacerlo. Las decapitaciones, por ejemplo, son más de México que de Colombia. Allá se practica desde los aztecas hasta la cultura criminal narco de hoy, pasando por la revolución. Acá se hizo famoso el “corte de corbata” durante la violencia política de los 50. En los 90 fueron el carro bomba y luego la motosierra. La violencia no progresa porque es una pulsión natural en el ser humano; lo que progresa es, de un lado, la tecnología de esa violencia, y del otro el debate sobre los modos de contrarrestarla, de reconducirla o evitarla.
La violencia no progresa porque es una pulsión natural en el ser humano; lo que progresa es, de un lado, la tecnología de esa violencia
Por orden de un fiscal, un soldado tuvo que cuidar a una exguerrillera que colabora con la justicia y ahora viven juntos; “si se hubieran encontrado cinco años antes les habría tocado echarse bala”, anota. ¿De qué manera la literatura le permite poner sobre la mesa estos temas?
La literatura escenifica de un modo humano lo que pasa en la realidad, con todas sus contradicciones. En esta novela yo he querido plantear la Colombia posterior al plebiscito de 2016, ese país que, supuestamente, iba hacia la construcción de una paz, pero que se quedó truncado por la irrupción al poder de los enemigos de ese proceso. ¿Qué espera uno encontrar en la literatura sobre hechos tan delicados? Tal vez lo que no pueden darnos ni la historiografía ni las ciencias sociales, que es ver el modo en que todo eso actúa sobre las vidas privadas, sobre las emociones y los anhelos de quienes están inmersos en esa realidad.
Uno de los personajes es un paramilitar feminicida y narco que, además, fue torturado. ¿Por qué en Colombia se pasa fácilmente de victimario a víctima, y viceversa?
Es algo bastante común y es una temible cadena de secuencias negativas: quienes han sido víctimas pasan del otro lado y se convierten en victimarios. Porque, como dice Mauricio García Villegas , Colombia es el “país de las emociones tristes”; es decir, un territorio donde la venganza, la ira, el resentimiento o el odio se ejercen con mucha fuerza. Con estas emociones es mucho más fácil que alguien que de niño fue herido o abusado por la realidad acabe convertido en un psicópata. Y como la secuencia continúa, pronto este psicópata será a su vez una víctima. Por eso la reconciliación de un país debe obligatoriamente romper esta secuencia en algún punto, y esto solo es posible con el perdón. El perdón a cambio de nada, que es el único real.
En medio de las violencias que son eje de la novela usted abre espacios para la libertad, la naturaleza humana, el paso del tiempo... ¿En dónde nace la decisión de hacer una pausa para dar paso a esas reflexiones?
El libro tiene la intención de ser una “novela negra” compleja, abigarrada, reflexiva, muy literaria. En esto mis maestros son autores como Raymond Chandler, Leonardo Padura o Henning Mankell. Mi novela es una invitación a participar de una serie de hechos anómalos, pero también a reflexionar sobre ellos; a pensar en la relación de esos hechos atroces con la fragilidad de la vida, las relaciones humanas, el rumbo alocado de una sociedad o la inestabilidad de las cosas.
Su aparición como personaje es un interesante recurso. ¿Qué es lo más verosímil del personaje Santiago Gamboa?
Bueno, eso lo debe juzgar el lector. Lo importante para mí es que sea un personaje verosímil. Por eso lo bauticé con mi nombre. Necesitaba un escritor más o menos conocido y, puesto que ese personaje debía sufrir una serie de peripecias incómodas, no me pareció correcto usar a Mario Mendoza o a Héctor Abad, que son mis amigos más cercanos. Por supuesto que me gustó sentirme tan cerca de mis propios personajes , a los cuales quiero como si fueran hijos monstruosos. El personaje de Santiago Gamboa coincide en algunas cosas con el autor, pero no en todas. Por suerte para ambos.
Los autores intelectuales de los grandes crímenes en Colombia siguen impunes, pero en la novela usted afirma que ese no es el gran rasgo nacional. ¿Cuál es hoy ese gran rasgo?
Al decir eso me refiero a que hay grandes crímenes internacionales que también siguen impunes. El de Kennedy es uno de ellos. Pero el gran rasgo que nos define como país, en mi opinión, es la orfandad. Colombia es un país que lleva décadas de guerra y que no protege a los que se quedan en la intemperie, inermes ante la rudeza de la vida. Esos niños que corren por las calles y piden en los semáforos, o que fueron abandonados a su suerte en veredas y pueblos, son la expresión más aterradora de la belleza y a la vez la comprobación dolorosa de la perversidad del país.
Usted afirma que la novela “es un arte que intenta ver la realidad desde otros ángulos para enriquecerla”. ¿De qué manera su obra y, particularmente, “Colombian Psycho” puede enriquecer la experiencia de ser colombiano hoy?
Eso no puede establecerlo el autor. Es el lector quien decide y siente estas cosas. Yo entrego en mi libro una serie de experiencias que sumergen a quien lo lee (a veces a golpes) en una realidad estética, hecha de lenguaje con intención artística. El resultado de ese encuentro será diferente en cada lector, dependiendo de lo que cada uno lleve por dentro. Creo en el lector caracol. En el lector que es a la vez ave migratoria y obsceno pájaro de la noche.
El concepto de quién es un héroe se ha transformado. En la novela, Julieta, la periodista, toma bastante protagonismo, “en Colombia el periodismo se arriesga más que las instituciones”. ¿A quiénes ve como héroes del país?
Colombia es un país sin héroes, huérfano por completo de heroísmo. Es más una sociedad obligada a bajar la cabeza, a esperar y aguantar en silencio. Porque cuando al fin hay un estallido y decide protestar es diezmada a tiros o con ráfagas de tarros de gas lacrimógeno; cuando se subleva la acusan de terrorista o se burlan de su indignación diciendo que está pagada por Maduro o Soros o el castrochavismo. Esos jóvenes que salen a la calle a jugarse la vida sabiendo que la batalla está perdida, y contra toda esperanza, son lo más heroico que tenemos. Si no estuvieran tan solos, si todos creyeran en ellos, serían verdaderos héroes. Yo sí creo en ellos, pero también estoy solo. Por eso los veo como una expresión del amor salvaje y las ilusiones perdidas.
Llama la atención la aparición de “Paradiso” en la biblioteca del personaje Gamboa, y el nombre de la parte IV del libro, “El escritor y sus fantasmas”. Supongo como una alusión a Ernesto Sábato. ¿Qué le representan estos dos escritores?
Se da el caso de que tengo esa edición de “Paradiso” en mi biblioteca, pues en mi juventud de estudiante me interesé por la literatura cubana y la obra de Lezama Lima fue una de mis grandes pasiones. En cuanto a Sábato, era un autor muy leído en esos años. Hoy se lee menos, pero para mí sigue siendo una fascinante mezcla de intelectual y creador de ficciones tremebundas. Sobre héroes y tumbas es una novela que aún me pone a temblar. El descenso a las entrañas de la ciudad, el informe sobre ciegos, la huidiza Alejandra. Desde entonces siento pánico y atracción por ese nombre.
Colombia es un país que lleva décadas de guerra y que no protege a los que se quedan en la intemperie
A propósito, ¿cuáles son sus fantasmas de escritor?
El único fantasma que debería rondar al escritor, permanentemente, es el de su siguiente libro, que pide instalarse en la realidad y dejar de ser un anhelo.
En la novela nos encontramos de nuevo con Julieta, Johana y el fiscal Edilson, que vienen de “Será larga la noche”. ¿Cuáles son sus planes para estos personajes a futuro?
Espero tener aliento para escribir una tercera novela y completar la trilogía. ¿Por qué trilogía y no cuarteto o quinteto? No lo sé. El número tres es cabalístico y siento que debo hacerlo. En esa cifra está contenido el tiempo: pasado, presente, futuro. Y el tiempo es el gran tema de todas las novelas. También las vidas parecen un tríptico: juventud, edad adulta, vejez. El 3, en muchas cosas, es el número perfecto.