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La Revolución Mexicana constituye un importante periodo para la constitución de lo que sería el México moderno del siglo XX, pero más allá de la imagen generalizada que existe al respecto —disputas entre cacicazgos y violentos ejercicios de poder en busca del dominio político—, significó también una reconfiguración que daba algunos indicios de la muy posterior globalización. Tal fue el caso de los inmigrantes japoneses que participaron en aquel fundacional momento de nuestro país.

De acuerdo con el historiador Sergio Hernández Galindo, investigador de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH), la participación de los japoneses en la Revolución fue resultado, en primera instancia, del desarrollo industrial durante el régimen porfirista.

“La expansión económica mexicana fue el gran motor de aquella migración, así como la explosión demográfica de Japón; el gobierno nipón necesitaba expulsar mano de obra del país, que era una pequeña isla del tamaño de Chihuahua con alrededor de 70 millones de habitantes. … Antes de la guerra había alrededor de 15 mil migrantes en México, pero muchos de ellos se iban a Estados Unidos o regresaban a sus comunidades, pero al estallar la Revolución había cerca de seis mil japoneses ya establecidos en el país”, explica.

El gobierno de Díaz acordó con el gobierno japonés abrir la contratación a migrantes de aquel país como mano de obra. El primer grupo organizado arribó a finales del siglo XIX para cultivar café en el Soconusco, Chiapas, bajo condiciones adversas y en comunidades remotas.

Hernández Galindo, autor de libros como Los que vinieron de Nagano. Una migración japonesa a México y La guerra contra los japoneses en México durante la Segunda Guerra Mundial relata que gran parte de los obreros asiáticos que llegaron después se instalaron en ingenios azucareros, principalmente en Oaxaca y Veracruz; en minas de carbón, en Coahuila y Chihuahua; o en el valle algodonero de Mexicali, que abrió en 1913 y que en poco tiempo sería uno de los mayores productores del mundo. Sin embargo, su participación económica no se limitó a estas actividades.

En Baja California, por ejemplo, había abundancia del molusco carnoso conocido como abulón, pero los lugareños no sabían cómo pescarlo, por lo que la milenaria tradición japonesa se convirtió en fuente de conocimiento. En Ensenada, los migrantes asiáticos difundieron la pesca con buceo y técnicas especiales para cazar el atún, las cuales eran desconocidas por la comunidad. Pero más allá de aportar en los procesos productivos, también sufrieron la violencia de los encarnizados altercados y la convulsa situación sociopolítica.

Sobrevivir entre la guerra. Antes de los acontecimientos de la huelga de Cananea en 1906 que dieron pie al movimiento revolucionario, muchos mineros japoneses sufrían las peligrosas e insalubres condiciones de trabajo en esta y otras minas que les llevaban incluso a la muerte en muchos casos.

Aunque llegaban bajo un contrato y salario prometido, éstos no se cumplían, por lo que muchos huían para buscar oportunidades en la industria ferroviaria: las vías que iban de Colima a Guadalajara, desde Cananea y Sonora o desde Mexicali, fueron construidas en gran medida por trabajadores japoneses.

Cuando comenzaron los movimientos armados en 1910, las condiciones de explotación y de violencia en las revueltas fueron documentadas por el gobierno asiático. Por ello, Sotoku Baba, diplomático japonés que laboraba en Chicago, fue elegido para iniciar negociaciones con Pancho Villa a fin de resguardar a las comunidades japonesas de las hostilidades y saqueos en Chihuahua.

“Las condiciones en que negoció son interesantes: Baba no podía reconocer a Villa como el poder legítimo y tuvo que dialogar casi en términos de amistad; aun así logró que Villa se comprometiera a respetar las propiedades de los japoneses; tiempo después también conseguiría trasladar algunos japoneses a Estados Unidos, a los campos algodoneros de Calexico para protegerlos de la guerra”, señala Hernández.

Con las beligerancias ya extendidas, muchos japoneses en México fueron reclutados a la fuerza para participar en el frente de batalla, esto por vivir en zonas de conflicto y especialmente por contar con previa instrucción militar, así como con otro tipo de aptitudes específicas. Los migrantes japoneses llegaban con una instrucción equivalente a la educación primaria en México, en un momento en el que alrededor de 80% de los pobladores eran analfabetas, por lo que dicha ventaja les permitía ascender con rapidez en el ámbito militar y en diferentes labores técnicas.

La riqueza inmigrante. Entre los interesados por las aptitudes de los inmigrantes japoneses estuvieron figuras trascendentales de la época. Pancho Villa, por ejemplo, encontró a Tsuruo Nishino en uno de sus viajes y lo invitó a que fuera cocinero en su equipo, gracias a su capacidad para leer, escribir, trabajar con números y hacerse cargo de las compras de enseres. En las filas de la División del Norte el también japonés Kingo Nonaka participó en los “tranvías sanitarios”, dados sus conocimientos de enfermería aprendidos en México.

Hernández también explica que el general Porfirio Díaz sentía un profundo respeto por la cultura nipona. Consideraba a Japón como un país que había crecido en términos económicos y militares, por lo que solicitó al gobierno nipón su apoyo con un instructor de judo para que fuera parte de sus milicias: “Las artes marciales ya eran muy reconocidas en gran parte del mundo por su disciplina y organización. Díaz quería formar un ejército profesional, ya que no había una carrera militar, por esto pidió al gobierno japonés a un instructor que le fue muy útil en términos de disciplina y organización”.

Shinzo Harada fue entonces enviado como instructor a México y aunque su labor no trascendió como escuela militar, después de que Díaz fue derrocado continuó con la enseñanza de artes marciales en los ejércitos de Venustiano Carranza, Emiliano Zapata y Francisco Villa.

“En ese entonces no contaba la diferencia de ser extranjero; si un general veía que eras capaz, te reclutaba. La clave fue que eran personas útiles inclusive para formarse en la práctica, como muchos médicos o dentistas de la época que así lo hicieron”.

Un caso similar fue el de Zenzo Tanaka, quien huyó del ingenio azucarero La Oaxaqueña, donde muchos inmigrantes murieron por la malaria, mortal enfermedad extendida en la región. En su trayecto hacia el norte, Tanaka se integró a las filas del Ejército de Noreste después de no encontrar trabajo en Nayarit. Pasado el tiempo, y gracias al conocimiento adquirido en suelo mexicano, ascendió a teniente de caballería durante la batalla. Después de la guerra, Tanaka, como muchos otros japoneses que sobrevivieron, logró emprender un negocio particular: vendía raspados elaborados con hielo guardado entre yute, en cuartos cerrados para conservarlo fresco.

Al finalizar la Revolución, las comunidades japonesas trataron de reagruparse, encontrar las redes perdidas con la guerra. La mayoría estableció pequeños y muy diversos negocios; fue hasta después de los años 20, en la relativa estabilidad económica mexicana, que aquella primera oleada comenzó a expandirse. Experiencias como la de los japoneses en este periodo tan significativo para la definición de una nación demuestran que aún hay mucho por entender de aquello que creíamos ya dicho sobre la riqueza plural de un pasado vivo.

“La historia de México es multiétnica. La riqueza de nuestra cultura viene de una población donde se hablan más de 50 lenguas indígenas y la migración debe ser reconocida como una fuente de grandes aportaciones. Es importante reconocer la diversidad cultural más que como un lastre —lo que por desgracia se ha llegado a pensar últimamente— como una pluralidad desde la que nos hemos constituido”, afirma el investigador.

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