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abida.ventura@eluniversal.com.mx
Con el cierre definitivo del Palacio Chino, la ciudad de México pierde uno de los últimos sobrevivientes de la gran época de los palacios cinematográficos que abundaron entre los años 30, 40 y 60 del siglo pasado.
Inaugurado en 1940, con una sola sala con capacidad para cuatro mil personas, este cine fue parte de ese conjunto de edificios palaciegos que, dicen historiadores, contribuyeron a la consolidación de la imagen moderna de la urbe y a la sociabilización del espectáculo cinematográfico en plena época de oro del cine mexicano.
En el caso del Palacio Chino, su condición de palacio habla de una actitud de esa época, comenta el arquitecto Francisco H. Alfaro Salazar, quien se ha especializado en la arquitectura de estos edificios. “Los cines eran edificios con condiciones grandilocuentes en la ciudad, se equiparaban a la cinematografía que se exhibía en sus espacios, por lo que su concepción estética, formal, era de pretendidas condiciones palaciegas… A algunos cines los podemos ubicar en lo que se llamó ‘cines atmosféricos’ o ‘cines ambientales’, aquellos que generaban, a partir de un imaginario construido en materia sólida, una vivencia particular. Y en ellos podía incluirse exotismos, como tierras lejanas, mundos esotéricos referencias de lo no conocido. Ahí se inscribe lo chinesco del palacio en referencia”, señala el investigador de la UAM Xochimilco.
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Si bien la época de oro de construcción de las majestuosas salas suele ubicarse entre los 30 y 60, el arquitecto precisa que ya desde 1921 la ciudad ve nacer a su primer palacio cinematográfico. Se trata del cine Olimpia, inaugurado el 10 de diciembre de 1921, en la calle 16 de septiembre del Centro Histórico, en cuyo escenario Carlos Chávez, Agustín Lara y Manuel Esperón llegaron a musicalizar películas de la era silente. “A partir de él, de la década de los 20 y hasta fines de los 60 se puede considerar un periodo generoso en la construcción de este tipo arquitectónico. En particular hay un periodo de aproximadamente 20 años, entre los 30 y los 50, en donde se da un fuerte impulso a la edificación de cines. La respuesta a ello podría encontrarse en la explosión de la cinematográfica mexicana, generada por condiciones locales, pero también por eventos internacionales, como la II Guerra Mundial y la afectación a la cinematografía de los países en guerra”, comenta.
Es así como entre los años 30 y 40, por ejemplo, se construyeron los “palacios de ensoñación” como el Cine Ópera, el Orfeón y el Chino. Hacia 1950, proliferan salas de proyección pero en edificios más “sobrios funcionalistas”, como el Cine Roble, el Encanto, Continental y Las Américas.
Ese boom de construcción de cines elegantes y palaciegos proliferó en el centro de la ciudad, pero paulatinamente se fueron extendiendo a los alrededores, un fenómeno que estuvo vinculado a la urbanización de los barrios y colonias en esa época, refiere el investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de Méxicp, Cuauhtémoc Ochoa Tinoco. “A partir de los 40 se dio un proceso de urbanización, sobre todo en las colonias de sectores medios, y la construcción de salas se dirigió a esos nuevos espacios; en esa década hay cines muy característicos, como el Cine Lido o el Condesa; en el norte se construye el cine Lindavista, que estuvo vinculado a la fundación del fraccionamiento residencial, cerca de la Basílica de Guadalupe”, explica en entrevista.
Las salas de barrio. Junto a grandes salas, dice el especialista en temas de consumo cultural y aspectos socioculturales del cine, se construyeron los pequeños cines de barrio o “de piojito”, que sobrevivían con una programación de segunda corrida, es decir, con películas que ya habían sido exhibidas en las lujosas salas. No tenía la majestuosidad de las grandes salas, pero se convirtieron en un espacio de convivencia para un sector social en crecimiento y que, como explica la antropóloga Ana Rosas Mantecón en su libro Ir al cine. Antropología de los públicos, la ciudad y las salas, lograron una relación entrañable y cotidiana con su entorno, además de que dejaron honda huella en sus públicos.
Ir al cine en esa época, explica el arquitecto y cronista de la colonia San Rafael, Rubén Ochoa Ballesteros, era toda una experiencia sensorial única, de convivencia con la familia y de amigos. “Era motivo para que familias enteras se desplazaran al cine, que en el intermedio fueran a la dulcería y comentarán entre ellos la película. La experiencia comenzaba al abrir el periódico y ver toda la cartelera cinematográfica, elegir entre todos la película que había que ir a ver, a veces por la actriz, por el actor, el director o el tema. Llegar al cine y ver el anuncio de la cinta con todos los focos encendidos en la entrada y ver lo que se iba a proyectar después, ya nos iban preparando para una experiencia sensorial completa”, recuerda.
De castillos a multicinemas. Por décadas, el cine se convirtió pues en un espectáculo único y accesible para cualquier tipo de público. Y entre todos esos recuerdos todavía quedan en la memoria de algunos aquellas salas que se distinguían por su temática, como el cine Continental que a partir de los años 70 fue reinaugurado como “La Casa de Disney” y se convirtió en un espacio para la proyección de cintas de ese estudio, desde Blanca Nieves y los siete enanos, hasta Bambi y los 101 Dálmatas. Otro cine que apostó por este mismo tipo de público fue el Lindavista. “Tan es así que la entrada era algo parecido a las instalaciones de Disneylandia, había una torre y parecía un castillo”, recuerda Ochoa Tinoco.
Añaque que es precisamente a partir de los años 70 cuando aquellas salas únicas y majestuosas comenzaron a ser fragmentadas y desplazadas por los multicinemas, los antecedentes del modelo multiplex, espacios que ya fueron diseñados con tres o más salas y equipados con tecnología más moderna. Destaca entre ellos los multicinemas La Raza, Universidad, Satélite y otros ubicados en la periferia de la ciudad. “Para los 70 empieza un proceso de nuevos modelos de exhibición, por lo tanto, empiezan a aparecer nuevos tipos de cine, más pequeños, ubicados en distintos puntos de la metrópoli, y algunos de esos grandes cines se van fragmentando, otros van cambiando su programación, otros desaparecen”, señala.
Una década después, surge un conjunto de factores que hacen caer en picada las grandes salas de cine en la ciudad y la exhibición cinematográfica. Hay al menos cuatro factores, plantea el investigador de la UACM plantel Cuautepec: el desarrollo tecnológico de la exhibición, la crisis del cine mexicano que comienza en los 80, el agotamiento del modelo de exhibición en México, y el terremoto de 1985 que destruyó varios de esos grandes cines, “afectó el entorno urbano donde se ubicaban e ir a algunas zonas se volvió inseguro, sucio, por lo que la gente se alejó”.
Y el Palacio Chino, coinciden estos especialistas, era hasta ahora el único testigo arquitectónico de todos estos procesos de transformación de las salas de cine. “Desde su apertura en 1940 hasta la fecha, pasó por los momentos que caracterizaron a las grandes salas en la ciudad. De una gran sala que llamó mucho la atención por su decorado, paulatinamente fue modificándose a lo largo del tiempo…”, dice Ochoa Tinoco. Ahora con su cierre definitivo y su destino incierto, se suma a otros palacios que aún siguen de pie, pero abandonados, como el cine Orfeón en Luis Moya o el Ópera en la colonia San Rafael. “La memoria de esa ciudad de antaño, y la sociedad que la vivió, paulatinamente se va desvaneciendo. Por ello, los cines ya no existen, porque ya no hay ciudadanía que los recuerde y las generaciones presentes no los conocieron, no los vivieron, no son parte ni de su imaginario ni de su memoria. Quizá pueden conservar casos como el Orfeón o el Ópera, que son casos representativos de lo que fue esa cinematografía del espectáculo y la recreación social. Mantenerlos vivos y no en su situación actual, debería ser un compromiso de toda la sociedad capitalina”, plantea el arquitecto Alfaro Salazar.