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Morelia.- La batuta se suspendió en el aire y, con la instrucción del director Roberto Beltrán Zavala , la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato inició la noche del sábado el concierto de clausura con “Angelus” , pieza del compositor moreliano Miguel Bernal Jiménez (1910-1956) de quien toma su nombre el Festival de Música de Morelia.
Los sonidos que brotaron eran melodiosos, casi angelicales debido al carácter religioso de la obra, plagada de flautas y campanillas que resonaron al compás de las manos de Beltran Zavala , que descansaban en el aire y se movían con suma pasividad.
Minutos antes del arranque el público ya había abarrotado la entrada del Centro Cultural Clavijero, cuya explanada tenía capacidad para 750 lugares que acabó repleta y con personas disfrutando del concierto a pie. El público esperó impaciente mientras los músicos de la sinfónica preparaban sus instrumentos; la afinación, con sus notas prolongadas, anunciaba el principio del final.
Concluyó pronto la breve “Angelus”, que dejó al público endulzado. Y David Nebel, el joven suizo de 22 años que protagonizó el recital, subió al escenario con violín en mano y se detuvo frente a la multitud, junto al director de orquesta. Se plantó con la seguridad de quien aprendió a tocar desde los nueve años “Las Cuatro Estaciones” de Vivaldi al lado de la Camerata Zürich. Abrió la segunda pieza, “Concierto para Violín Op. 47*” de Johan Sibelius (1865-1957), con una melodía dramática mientras la Sinfónica de Guanajuato aportaba la atmósfera en que su violín se desenvolvió.
Con ojos cerrados se encorvó y se irguió, dobló las rodillas, giró la cintura y ladeó la cabeza de tal forma que la recostó sobre el instrumento amado, que lo acompaña desde los cinco años; el violín y él fueron uno mismo, porque fue difícil saber si David Nebel dirigía la música o si la música lo controlaba a él.
El violín no se despegó ni un milímetro de su cuerpo, estaba como clavado en su cuello, y lo manipuló con dedos aparentemente temblorosos pero seguros del efecto que lograban causar en las personas, que escucharon maravilladas el tono triste y conmovedor que surgía de las cuerdas. Nebel supo capturar, con el eco de sus vibrantes notas, la mirada expectante de la audiencia.
Ni una sola voz, ni un ruido, y sólo se dejó escapar el suspiro largamente contenido cuando David Nebel y la orquesta separaron los dedos de sus instrumentos y dejaron a la última tonada desaparecer en los oídos. Entonces la gente empezó a aplaudir, pero tardó en despertar del hechizo y poco a poco se incrementaron las palmas.
La tercera y última pieza, titulada “Sinfonía no. 12, en re menor, Op. 112” y compuesta por Dmitri Shostakóvich, fue de un tono majestuoso y solemne, con predominio de trompetas y tubas que se empalmaban con los violines y violonchelos. La melodía fue ceremonial, casi como un himno. Los ojos de los músicos se alternaban entre sus partituras y las manos del director que guiaba al ensamble.
Entonces el ritmo creció y, aunque oscilaba entre fases álgidas y tenues, se volvió estrepitoso. Aumentó de forma vertiginosa con el tronido culminante de los tambores. Era como una persecución de sonidos que generó la sensación de que habría un final abrupto.
La música ya agonizaba, predijo el cierre con sus elevadísimas notas; la gente, inquieta por el ruido pero expectante, se preparó porque se aproximaba el final de la 30 edición del Festival de Música de Morelia Miguel Bernal Jiménez entre choques de platillos y violines chillantes y tubas enloquecidas y contrabajos estruendosos, y en el punto crítico donde chocaron todos los ruidos, el director de orquesta se encorvó, sudoroso, y con un giro brusco de los brazos puso fin a la sinfonía.