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A Manuel Álvarez Bravo le gustaba subir el volumen cuando escuchaba las sinfonías de Gustav Mahler. Cada tarde, antes de volver a trabajar en el cuarto oscuro después de la comida, se sentaba en la sala de su casa de piedra, en la calle de Espíritu Santo, Coyoacán, y disfrutaba la música mientras hojeaba algún libro de pintura o el instructivo de la última cámara que había comprado.
Aquel hábito tan aparentemente sencillo y cotidiano reflejaba lo que el fotógrafo capitalino —quien falleció el 19 de octubre de 2002, ocho meses después de haber cumplido 100 años— creía que se necesitaba para destacar en el oficio: “Trabajar, tener un bagaje de experiencias, estar en contacto con otras ramas del arte, escuchar mucha música, leer poesía y literatura… y mirar”.
Álvarez Bravo comenzó a hacer fotos con una camarita prestada y eso nunca lo olvidó, contó en una entrevista en 1984. Ese gusto se cultivó desde niño, pues creció rodeado de una afición a la imagen compartida por su padre, Manuel Álvarez García, y su abuelo, Manuel Álvarez Rivas.
Fue en 1924 cuando compró su primera cámara, un año después de haber conocido al fotógrafo mexicano-alemán Hugo Brehme. Las posibilidades de dicho aparato lo hicieron aprender y explorar la técnica de manera autodidacta y por puro placer.
Lo atraía el encuentro directo con los sujetos, el retrato, el paisaje, la foto de desnudo, la vida diaria, la arquitectura y las composiciones surrealistas.
Nunca dejó de describirse como un aficionado, aunque fue uno de los mejores fotógrafos hispanoamericanos del siglo XX y recibió premios como el Elías Sourasky y el Erna y Víctor Hasselblad, de Suecia, entre otros.
Los jóvenes fotógrafos visitaban mucho a Álvarez Bravo, quien siempre los atendía, le encantaba platicar y compartir con ellos. “No les daré clases, sino que trabajaremos juntos”, llegó a decir cuando tenía ayudantes.
En todos lados del taller, dice Doniz, había letreros con la leyenda “hay tiempo”. A don Manuel se le asomaron los dientes de la sonrisa y soltó: “Para ser un buen fotógrafo se necesitan tres cosas (¡Dios mío, la libreta!): primero, limpieza; segundo, limpieza; tercero, saber fotografía”.
Cuando el fotógrafo, entonces novato, le llegó a enseñar sus primeras tomas, Álvarez Bravo le decía: “Hay que darle... Don Manuel me enseñó a ver dentro de mí, a buscar, a tratar de encontrar mi propia expresión, me hizo una mejor persona, me enseñó a ver”.
Y es que en medio del la talacha diaria, a Álvarez Bravo le gustaba esconder lecciones de vida en recomendaciones de música y libros y en anécdotas que contaba de sus amigos, como Diego Rivera, Octavio Paz y Rufino Tamayo.
“Cuando lo leí, años después, descubrí de dónde sacó el título de su foto La buena fama durmiendo”, que hizo por encargo de André Breton para la gran exposición surrealista de París en 1938. “¡La inspiración estaba ahí, en El Quijote!”, cuenta Rodríguez.
Álvarez Bravo, asegura, le dio a la fotografía un lenguaje que ésta no tenía en ese momento, el de la construcción de una intención poética a partir de la interacción entre la palabra y la imagen.
“Ni los grandes maestros europeos ni los fotógrafos estadounidenses habían visto la fotografía como la empezó a ver Álvarez Bravo, con esa forma poética de interpretar las imágenes y darles un sentido con un título, de transportarnos a un mundo surreal”.
Incluso Edward Weston, al ver fotos de Álvarez Bravo, le mandó una carta celebrando su manera de mirar la forma y la luz, y de darle una idea poética a lo que veía.
Las enseñanzas de Álvarez Bravo despertaron la sensibilidad en sus discípulos, además de Doniz y Rodríguez, de Héctor García (1923-2012), Graciela Iturbide y Flor Garduño, entre otros.
Hace 20 años, don Manuel disparó su cámara por última vez, pero su mirada sigue viva y echa raíces en las nuevas generaciones a través de su archivo, hoy resguardado en la que fue su casa.
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