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Antes de su medicalización a finales del siglo XIX, los celos fueron una pasión tan confusa que muchos médicos se quejaban del poco interés que su estudio había despertado en la psicología, la psiquiatría o la medicina legal.
Fue sólo a comienzos del siglo XX cuando estas emociones complejas comenzaron a vincularse de manera exclusiva a las pasiones del corazón, y más en concreto, a las sufridas por quienes se sentían engañados por sus parejas.
Historia de los celos
Antes del siglo XX, los celos se discutían, por supuesto, pero en el contexto de un drama pueril que afectaba sobre todo a los hermanos durante la infancia.
El psiquiatra Moreau de Tours, por ejemplo, citaba el caso de un niño de tres años que apuñaló a su hermano de veinte meses con un cuchillo de cocina. El médico Descuret también se hacía eco de la historia de un niño de 12 años que derritió la cera de una vela en la boca y la nariz de su hermana.
En 1888, un niño de diez años cortó la garganta de su hermano con una navaja de afeitar, y 50 años antes, en 1838, una niña de doce años envenenó a su hermana por la misma razón.
Es precisamente esta naturaleza tragicómica de los celos la que encontramos en los dramas del siglo XVII, ya sea "El curioso impertinente" de Cervantes o el "Otelo" de Shakespeare.
Casi todos los tratados de las pasiones escritos en la primera mitad del siglo XIX compartían la idea de que los celos eran universales en la naturaleza y en la cultura.
Para estos primeros estudiosos de las emociones, los celos eran una característica concomitante a todo tipo de amor que solo cuando parecía excesiva en grado o en intensidad devenía patológica.
La emoción razonable y la pasión irracional se distinguían por su intensidad, de modo que solo cuando la pasión era excesiva, los celos pasaban a ser una condición clínica que requería tratamiento.
Grados de celos
Para aclarar esta delicada escala de intensidades, Moreau de Tours propuso cinco grados diferentes:
- los celos débiles, que se expresaban por pequeños problemas intelectuales, así como por algunos inconvenientes para la pareja;
- los celos fuertes, que daban lugar a peleas y escenas de violencia, incluyendo ideas, aunque solo ideas de homicidio;
- los celos violentos, que conducían a pensamientos determinados de homicidio;
- los celos excesivos, que acaban en el suicidio de la persona celosa; y, por último,
- los celos indignados, que terminaban con el asesinato de la pareja y el suicidio del criminal.
En el contexto de esta graduación progresiva, la dificultad consistía en clarificar hasta qué punto los celos eran normales y en qué medida adquirían características patológicas.
Lo más fácil parecía comenzar, como siempre, por analizar los rasgos expresivos del celoso, así como su constitución fisiológica.
Los tratados de las pasiones del siglo XIX consideraban que el hígado del celoso transformaba grandes cantidades de sangre negra en bilis amarilla, de modo que los afectados por esta pasión manifestaban trastornos en la digestión y una disminución importante de sus fuerzas. La piel, a su vez, adquiría un tono verdoso o amarillento.
Con el tiempo, esta irritación intestinal se transmitía al cerebro, lo que explicaba la presencia de pensamientos tristes y tumultuosos, el amor a la soledad y a la oscuridad, así como la presencia de insomnios crueles que conducían a una forma de melancolía o de hipocondría, en los casos menos serios, o al suicidio y la muerte, en los casos más graves.
Se continuaba así una tradición que, presente ya durante el Renacimiento, confundía los celos con la envidia. Esta mezcla de amor, miedo y odio carecía de forma expresiva propia. Quizá porque se trataba de una emoción en donde la persona siente otro número de emociones, decía el naturalista Charles Darwin: enfado hacia aquellos cuya atención se reclama o con el rival a quien se envidia; miedo ante la anticipación de una pérdida; odio hacia los otros, o hacia uno mismo por el mero hecho de sentir celos.
Alucinaciones celosas
En segundo lugar, puesto que la distinción entre la pasión y la enfermedad era un asunto de grado, parecía probable confundir los estados pasionales normales con la condición patológica.
De hecho, la morbilidad parecía depender no tanto de la presencia de una idea fija, (del tipo "mi marido o mi mujer me engaña") cuando del carácter alucinatorio de esa misma idea ("sin que yo tenga motivo alguno para pensarlo"). Los celos mórbidos se asociaban a una comprensión errónea de la realidad, ya fuera basada en una deformación de las impresiones sensoriales o en su carácter delirante.
La pasión se convertía en mórbida cuando no tenía correlación alguna con los hechos, y no ya, como antes, cuando era excesiva en intensidad. Era una pasión que transformaba las sospechas en certezas y al celoso en detective.
Quienes se ven afectados por esta triste pasión, decían los médicos de la época, mantienen una vigilancia activa sobre sus parejas: espían sus rostros, sus cambios de humor; tratan de reconstruir el encadenamiento de los hechos con una perspicacia notable. El celoso no se limitaba a seguir a su pareja en todas partes, sino que examina sus sábanas y su ropa en busca de la prueba irrefutable.
Es esta obsesión observacional la que produce incertidumbres, no sólo en los pacientes, sino también en los médicos. Para muchos de estos últimos, por ejemplo, las ideas expresadas por estas personas parecían tan plausibles y realistas, que a veces era muy difícil seguir la pista de los límites del delirio. Tanto así que, como en otras formas de neurosis, el examen clínico debía comenzar por el interrogatorio no del paciente sospechoso, sino de la pareja sospechada.
Desde los tiempos en que el viejo bolero pregonaba que quien no podía sentir ni amor ni celos no estaba hecho de carne y hueso hasta nuestro mundo contemporáneo, en donde la vigilancia patológica alcanza a las cuentas de internet o a los teléfonos celulares, los celos siguen formando parte de una falsa idea de la relación sentimental, no solo por cierto por parte de quien los siente, sino también por parte de quien los provoca.
Ya sea como forma de obsesión o de delirio, la pasión sigue teniendo un protagonismo pueril que sin duda no merece.
*Javier Moscoso es profesor de investigación de historia y filosofía de la ciencia en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales, parte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España).
Esta nota apareció originalmente en The Conversation y se publica aquí bajo una licencia de Creative Commons. Lee el artículo original aquí.
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