Artículo de Pedro B. Rey publicado en La Nación de Argentina el 29 de Enero de 2017,  con motivo de la novela más reciente de Kazuo Ishiguro

Hubo un tiempo, allá por los años ochenta , en que a Kazuo Ishiguro , por muy japoneses que fueran sus orígenes, lo confundían con Salman Rushdie . Es un decir, por supuesto. De pronto, la crítica inglesa se dio por enterada de que -en la estela precursora del caribeño V. S. Naipaul - la literatura de la isla no se limitaba a la elegancia británica de Anthony Powell , la sátira corrosiva de Kingsley Amis o el realismo de Allan Sillitoe . Descubrió que muchas de las ficciones que se habituaba a considerar propias habían sido moldeadas sin punto de retorno por los escritores de sus ex colonias. No era sólo una colorida cuestión temática o imaginativa, sino también -quizá sobre todo- de prosa y estilo.

En 1981, el año anterior a la publicación de su primer libro de Ishiguro, el anglo-indio Rushdie había ganado con Hijos de la medianoche el Booker Prize. El estilo torrencial de esa novela, que parecía tener más puntos de contacto con cierto barroquismo latinoamericano que con el proverbial wit inglés, todavía puede rastrearse en muchos autores posteriores. Poco y nada tenía que ver, sin embargo, con el contenido tono con que Ishiguro pronto se daría a conocer. A pesar de eso, las dos primeras novelas de este último, que transcurrían en un Japón tan verosímil como imaginario, lo dejaron orillando en la todavía flamante categoría de literatura poscolonial. Nadie pareció percatarse de lo más evidente: Ishiguro no venía culturalmente de ninguna ex colonia. El síndrome joyceano de apropiarse de la lengua para vengarse de ella o enriquecerla con toda clase de torsiones le era ancho y ajeno.

Pasaron los años, pasaron las décadas, pasaron los libros. A sus más de sesenta años, sin bigotito y con elegantes canas, Ishiguro vive hoy en un retirado cottage de la campiña inglesa, en los Cotswolds. No participa públicamente de debates altisonantes y suele esquivar las entrevistas. Lo acompaña su mujer de siempre (su mejor crítica, asegura él), a la que conoció hace más de treinta años, cuando ambos se ganaban la vida como trabajadores comunitarios. De vez en cuando produce algún guión basado en sus libros (tres de sus novelas fueron filmadas por Ivory) y, sublimando los tiempos juveniles en que atravesaba Estados Unidos como mochilero componiendo canciones a lo Bob Dylan o Leonard Cohen, todavía se da el gusto de componer canciones (para Stacey Kent, una cantante de jazz). Incluso se declara fanático del té. Sería el más redondo ejemplo de novelista británico, si no fuera porque en sus libros, traten de lo que traten, sobrevive un resto de extrañeza imposible de cuantificar.

¿Cuál es la clave de bóveda de los libros de Ishiguro? Quizá la precisión de su prosa, las tortuosas lealtades de sus personajes, la distancia contemplativa de todas sus narraciones (en suma, su estilo) puedan vincularse de manera secreta con su propia experiencia, por mucho que busque escapar a esa tutela.

Ishiguro es inglés (se nacionalizó en los años ochenta), pero nació en Nagasaki, Japón, en 1954 y llegó a Gran Bretaña a los seis años. Su padre era oceanógrafo y había sido contratado para investigar pozos petrolíferos en Guildford, en el sudeste de Inglaterra. La mudanza, se suponía, era temporaria. Desde su país natal, le seguían llegando, enviados por su abuelo, los libros de manga japonés que volvían tediosos y desabridos, según dijo alguna vez, los cómics ingleses. Al mismo tiempo, como si pudiera predecir su futuro, ya se aficionaba a Sherlock Holmes.

Más tarde, cuando su vocación musical se topó con la pura indiferencia -todavía hoy recuerda cómo sus demos no duraban más de unos minutos en las manos y oídos de los potenciales productores-, decidió estudiar en la Universidad de Kent y, más tarde, en la de East Anglia, donde dio con Malcolm Bradbury, el novelista y crítico que montó una precursora maestría en escritura creativa de la que, además de Ishiguro, participaron futuros escritores como Ian McEwan.

Bradbury, uno de sus adalides, incluyó en una canónica antología de cuentos británicos modernos uno de los primeros relatos de Ishiguro, "A Family Supper" ("Una cena familiar"), que exploraba los efectos de la muerte de la madre sobre el narrador. Una trama convencional, si se exceptúa el motivo de la muerte. Resultaba de comer fugu, el pez globo, que en el Japón de posguerra era una delikatessen y, a la vez, un riesgo: el comensal podía morir envenenado si al pescado no se le extraían con precisión cirúrgica cierta glándulas clave.

Las dos primeras novelas también tuvieron -tal vez fuera inevitable- a Japón como escenario principal. Pálida luz en las colinas (1982) y Un artista del mundo flotante (1986) se encuentran, todavía hoy, entre lo mejor de Ishiguro. En la primera Etsuko, una mujer japonesa que vive en un pueblo de Inglaterra, rememora, tras el suicidio de Keiko, su primera hija, la antigua vida en Nagasaki, mientras lidia con las visitas de una segunda hija, ya occidental, de un nuevo matrimonio. En la segunda, Masuji Ono -un distinguido pintor de la vieja guardia- busca casar a una de sus hijas mientras analiza retrospectivamente su carrera sin entender por qué su arte cayó en el descrédito. Son los días de posguerra y las formas tradicionales a las que dedicó sus días, no exentas de propaganda, encuentran un paralelismo con la concluyente y humillante derrota de su país durante el conflicto mundial. Los eclipses y limbos de una vida son los temas de esos primeros libros.

Ishiguro podría haber prolongado esa modesta esquizofrenia cultural con nuevas historias que sublimaran la pérdida del origen. A partir de entonces, sin embargo, para contradecir lo que podía tomarse como una fácil condena, no volvería a escribir sobre Japón, país al que, por entonces, no había retornado nunca. El punto de clivaje deliberado fue Lo que queda del día (1989). En vez de Japón, la Inglaterra que orilla la Segunda Guerra Mundial. Como personaje principal, un mayordomo, la quintaesencia británica. Como corresponde a su oficio, el sirviente Stevens no se implica en nada que exceda a su deber y termina por sacrificar su vida emocional en aras de su profesión, sólo para descubrir, cuando ya no hay vuelta atrás, hasta qué punto se traicionó a sí mismo. ¿Se puede ser más inglés? Y, contra todo, como señaló algún crítico, en la lealtad a rajatabla de Stevens puede rastrearse el rígido código de conducta de los samuráis.

A partir de entonces, Ishiguro encontró la manera de apartarse con cada libro, paso a paso, de cualquier previsión. Ya tampoco se trataba de mostrarse inglés a como diera lugar. Los inconsolables (1995) le debe todo a Kafka, aunque la estilizada pesadilla del pianista McRyder en una difusa ciudad del este termine perdiéndose en sus excesos oníricos.

Cuando fuimos huérfanos (2000) transcurre en Shanghái, con el glamour de fondo de los hoteles lujosos de entreguerras. Está protagonizada por un detective que, a medida que avanza la novela, se muestra cada vez más afectado por otro misterio: la desaparición de sus propios padres. Esa parcial reconstrucción policial e histórica se opone al alcance de Nunca me abandones (2005), que tiene como contraseña engañosa la ciencia ficción: con el correr de las páginas se descubre que los estudiantes que la protagonizan, aunque perdidos en una trama sentimental, son parte de una tenebrosa escuela de clones.

Ishiguro se vale en sus novelas recientes de ciertos géneros o estilos (la parábola kafkiana, las películas coloniales de entreguerras, la ciencia ficción) para infiltrarlos con su mirada lateral donde la memoria de lo ocurrido, o la falsificación del recuerdo, importa mucho más de lo que ocurre.

Tal vez por eso atribuir sin más El gigante enterrado a la fantasía heroica tiene su cuota de malentendido. Como corresponde al subgénero, transcurre en una época mítica y lejana ("antes de que Inglaterra fuera Inglaterra"), prevalece el espíritu mágico y hay monstruos (aunque mucho menos de lo que se estila), pero Ishiguro parece estar traficando esos elementos tradicionales para llevar a los lectores a un terreno mucho más escurridizo .

Dos ancianos, Axl y Beatrice, deciden emprender un largo camino para reencontrarse con su hijo, que vive en otra aldea. Una especie de "niebla" parece afectar la memoria de muchos de los personajes de la novela, sobre todo de los mayores, que recuerdan con fidelidad hechos que otros consideran pura imaginación. La acción transcurre en un momento concreto, cuando los sajones comienzan las invasiones que terminarían por aniquilar o subsumir a los bretones que ocupaban la isla tras la ida de los romanos. En su camino, a la pareja, como corresponde al derrotero de los héroes, le irán saliendo al paso diversos personajes y aventuras: un misterioso guerrero sajón, Wistan, y un chico que fue mordido por unos ogros. Habrá monjes y soldados amenazantes que responden al turbio Lord Brennus, pero también sir Gawain, el último de los caballeros del rey Arturo, que acompañado de su fiel caballo Horace, deambula en busca de la dragona Querig por esos territorios como un destartalado precursor del Quijote.

Alguna vez Ishiguro contó que en los libros de samuráis que leía en la infancia bastaba con que las supersticiones de una época resultaran verosímiles para los personajes para que lo fueran para el lector. El gigante enterrado -que transcurre en unos tiempos de los que hay pocos datos fiables- sigue hasta la última línea esa consigna simple y formidable, que condensa su paciente arte de escritor. No es difícil imaginarlo, en todo caso, metódico y sereno, dándole forma a su próximo libro. Ishiguro tarda en escribirlos todos los años que le sean necesarios. Sabemos que tardará en llegar. La verdadera pregunta en el tintero es, sin embargo, otra: con qué clase de historia nos sorprenderá esa próxima vez.

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