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Huberto Batis
, el editor que abrió las puertas a decenas de escritores y periodistas a los suplementos culturales y desde esas mismas páginas puso al erotismo y la polémica en la atención de todo tipo de lectores; el maestro universitario que desde las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM enseñó a sus alumnos que hacer un suplemento es lo mismo que agarrarse a golpes con la mediocridad y las medias tintas, murió este miércoles 22 de agosto a los 83 de edad en su casa de Tlalpan, al sur de la Ciudad de México.
Luego de pasar una semana en el hospital a causa de la fibrosis pulmonar que padecía desde hace años, este lunes regresó a su casa para morir dos días después, acompañado de su familia. “Acaba de fallecer Huberto hoy a las 7:30 pm”, informó su esposa, Patricia González.
Sus restos serán velados la mañana de este jueves en la funeraria García López del Pedregal.
Altamirano bajo el brazo
Lo primero que hizo Agustín Huberto Bátiz Martínez al llegar a la Ciudad de México, a mediados de los años 50, fue cambiar en su apellido la “z” por una “s”. Nunca dio explicaciones. Del poeta Francisco González Guerrero, entonces director de la Imprenta Universitaria de la UNAM, recibió los primeros conocimientos en la formación de planas; de Enrique Alatorre, el trabajo de actualidad en la revista del Banco de México; de María del Carmen Millán, un principio de apertura a las propuestas literarias y estéticas.
Antes de considerarse maestro de periodistas, escritores y editores, Huberto Batis se asumió como alumno: primero de sus maestros jesuitas en el Instituto de Ciencias en Guadalajara, de donde su padre lo sacó de las orejas por involucrarse en pleitos estudiantiles. De ahí, pasó al juniorado jesuita de San Cayetano, en el pueblo de Santiago Tianguistenco, nuevamente con los jesuitas, con la intención de hacer una carrera religiosa.
La aventura duró sólo unos años de encierro, en los que desarrolló una excelente redacción, ortografía y una distancia de la fe católica con la que se concilió sólo hasta sus últimos años.
Eran los años 50 cuando Huberto Batis llegó a la Ciudad de México, años de ruptura que antecederían a la rebelión de la siguiente década. De inmediato, Batis se integró a los círculos que desde distintas visiones buscaban nuevas propuestas literarias que dialogaran con sus pares en otras latitudes.
Así, luego de una polémica que sostuvo con Juan Vicente Melo en revista Cuadernos del Viento –que dirigía con el narrador Carlos Valdés– nació una cercanía que duraría hasta la muerte de Melo en 1996. Fue el veracruzano, autor de La obediencia nocturna , quien lo acercó a la Revista Mexicana de Literatura , que dirigía Juan García Ponce y que tenía en el consejo editorial a Jorge Ibargüengoitia, Tomás Segovia e Inés Arredondo.
Por invitación de Sergio Galindo dirigió durante los años 60 la Revista de Bellas Artes , en la que contó con la dirección gráfica de Vicente Rojo. En esas mismas fechas, luego de su renuncia de la Imprenta Universitaria, junto con García Ponce y otros miembros de la Revista de la Universidad –a la que varios de ellos se habían incorporado en 1965– como respaldo al polémico despido de Juan Vicente Melo al frente de la Casa del Lago, trabajó en la dirección editorial de los XIX Juegos Olímpicos.
Ya en los años 70, otra de sus maestras, María del Carmen Millán lo llevó a trabajar con ella en la colección SEP-Setentas. En 1984, Editorial Diógenes, la editorial de Emmanuel Carballo y Rafael Giménez Siles, publicó Lo que Cuadernos del Viento nos dejó , un compendio de andanzas, aventuras, novedades (por no llamarlas chismes) de su paso por el periodismo cultural.
Entre otros episodios, Batis cuenta desde su visión muy personal la salida de Fernando Benítez de México en la Cultura en 1961, del periódico Novedades; la bienvenida que Alfonso Reyes le dio en su casa de la colonia Condesa por recomendación de Agustín Yáñez, su paisano y entonces secretario de Educación Pública y el nacimiento del suplemento sábado, del periódico unomásuno, en 1977 y que dirigió desde 1984 hasta finales de la década de los 90.
En ese oficio de incomodar a las mentes recatadas, inauguró en el suplemento sábado dos columnas que fomentaron la polémica: "El desolladero" y "El diván". La primera fue una tribuna en la que se exhibieron las polémicas culturales. A veces en tono de reclamo, de reproche, pero siempre con un espíritu de polémica genuino. “El diván” levantó la ceja a más de un encargado de supervisar la presa nacional desde alguna oficina gubernamental. El motivo eran los contenidos eróticos, escandalosos para los criterios de la época.
La aparición de mujeres en minifalda, sentadas en un diván con un ejemplar del suplemento cubriendo su rostro se convirtió en un fenómeno periodístico que llegó a ser codiciado por algunas estrellas de la farándula. Sus lectores se ampliaron a tal grado que Batis se decía satisfecho de poder llevarle a los lectores más variados un retrato provocativo de la modelo Mónica Linarte y un ensayo de Juan García Ponce o una entrevista con Elena Garro. Todo en las mismas páginas.
Su entusiasmo por las propuestas de los más jóvenes estuvo detrás del impulso que dio a Guillermo Fadanelli, Enrique Serna, Ignacio Padilla, Adolfo Castañón, Guillermo Sheridan, Pura López Colomé, Alberto Ruy Sánchez y Adolfo Castañón, entre otros escritores.
Huberto Batis consideró todo su trabajo periodístico como heredero de El Renacimiento , la revista literaria de Ignacio Manuel Altamirano, y a la que dedicó su tesis de maestría, dirigida por la maestra Millán.
“Esa experiencia marcó mi idea de publicar en las revistas y suplementos que después dirigí, sin importar ideología o gustos literarios, así como hizo Altamirano en el año de la amnistía de Benito Juárez a los conservadores, en 1869”.
Sus últimas colaboraciones
Desde su casa, al sur de la Ciudad de México, Huberto Batis dictó sus últimas colaboraciones. En las páginas del suplemento cultural Confabulario se puso como propósito contar algunos episodios de los círculos periodísticos, editoriales y literarios –muchos de ellos conocidos sólo por la tradición oral– y ponerlos a disposición de sus lectores; también hubo espacio para las evocaciones de sus antiguos cómplices en el suplemento sábado, como José Luis Ontiveros y Roberto Vallarino; para colegas periodistas a los que siempre admiró, como Manuel Becerra Acosta, Fernando Benítez y José de la Colina; para quienes lo guiaron en el trabajo de la edición, como Enrique Alatorre y quienes lo cobijaron a su salida de tierras tapatías a mediados de los años 50, como Agustín Yáñez y Alfonso Reyes.
Siempre hubo espacio para recordar a Juan García Ponce, Juan José Gurrola y Juan Vicente Melo. Para Inés Arredondo siempre tuvo palabras de cariño.
También narró su amor por Patricia González, su compañera desde hacía más de 30 años, y quien lo acompañó hasta el último momento. Recostado en su sofá o en la cama de su habitación, dictó decenas de entregas de sus memorias.
Lo rodeaban varios cuadros, obsequios de José Luis Cuevas, Manuel Felguérez y Antoni Tàpies, además de ilustraciones de Niña Yharet y Héctor de la Garza (EKO), llenos de erotismo, siempre el erotismo. Nunca faltaban los retratos de sus hijos Gabriela y Ana Irene Bátiz Muñoz, de su primer matrimonio con Estela Muñoz Reinier; Huberto, Mercedes, Santiago, Sofía y Juan Bátiz Benet, de su segundo matrimonio con Mercedes Benet.
Desde este miércoles, Huberto Batis, el iconoclasta, el erotómano, el editor fúrico, a veces maledicente, el maestro de escritores y periodistas, seguirá corrigiendo las comas de sus alumnos desde el reino de la provocación.
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