Describir la relación entre la UNAM y yo resulta complejo, pues yo no llegué a la Universidad en agosto de 1989: ella llegó a mí.

Soy la menor de 11 hermanos, algunos de los cuales estudiaban en la UNAM, por lo que me maravillaba la variopinta colección de personajes que invadían mi casa a cualquier hora del día, provenientes de las facultades de Ciencias, Química, Derecho o Filosofía y Letras.

Cuando llegó mi momento de elegir, decidí que estudiaría Psicología en la Máxima Casa de Estudios. Así que, con 17 años y no poca ansiedad, me dispuse a visitar la que escaso tiempo después se convertiría en mi facultad, pues quería asistir como oyente a algunas clases para darme una idea de lo que me esperaba si lograba vencer el, ya desde entonces, difícil examen de ingreso. Francamente no recuerdo si lo hice o no, pero lo que no olvidé nunca es que la explanada estaba repleta de gente a la que se le veía contenta y concentrada en lo que en ese momento constituía su objeto de interés, como si el resto del mundo no existiera. Una chica ensayaba sus pasos de ballet, unas personas tocaban la guitarra y cantaban, muchas leían y otras iban y venían cargando pilas enormes de lo que después supe eran revistas científicas. Sí, la psicología es una ciencia, el profesorado lo repetía una y otra vez.

Mi primer día de clases no creo que hubiera sido muy diferente al de otras personas: emoción, nervios, miedo, en ese enorme universo que por momentos

me rebasaba; ir y venir; buscar salones; olas de estudiantes entrando y saliendo de las aulas y yo, con mis escasos 43 kg y mi 1.57 m de estatura, dejándome llevar por la corriente humana, que al mismo tiempo me fascinaba y me atemorizaba.

Mis clases empezaban a las 7:00 de la mañana (aun en sábado) y rápidamente comencé a pasar más y más tiempo en la Facultad y en la Universidad. Primero me aventuré a caminar por Las islas en un ejercicio físico y mental por demás divertido; luego descubrí los locales de comida y, no voy a negarlo, en mis recorridos gastronómicos me tropecé con los puestos de libros en los que podía pasar horas. Con el paso de los días, conocí más a fondo a mis profesoras y profesores, a quienes perseguía por los pasillos con mi siempre interminable lista de preguntas (que sigue sin acotarse).

Así, poco a poco y sin darme cuenta, la noche me alcanzaba en la Facultad. Tomaba un camión en la parada de avenida Universidad y me bajaba lo más cerca posible de mi casa, donde mi papá me esperaba pacientemente para acompañarme de vuelta, preguntándome una y otra vez: “¿Qué tanto haces que llegas a esta hora?”.

Hacia los últimos semestres de la licenciatura, me inscribí a un programa de servicio social como corresponde. La Fundación UNAM empezaba a operar y yo obtuve una beca que después de unos meses me permitió comprar, por 14 000 pesos, un “vochito” blanco modelo 1987 que me daba una sensación de independencia y poderío que aún recuerdo.

Antes de terminar la licenciatura pude obtener una plaza de Técnico Académico Auxiliar A (el nombramiento más bajo del escalafón académico) y dos horas de asignatura, por supuesto interinas y categoría A, que me hacían sentir igual de orgullosa que mi “vochito”. Así empecé mi carrera docente: dando clases en los horarios que nadie quería tomar, a personas mucho mayores que yo, quienes me hacían temblar las rodillas y que difícilmente me tomaban en serio, pues desde el primer día, invariablemente, me preguntaban si mi presencia en el aula era parte de una novatada.

Una vez titulada y dado que pasaba todo el día en la Facultad (donde ya no sólo comía quesadillas), decidí ajustar mis tiempos para cursar una maestría y luego, casi sin darme cuenta, inicié el doctorado en la entonces nueva organización del Posgrado de la Universidad, que yo no alcanzaba a comprender y que hoy me siento profundamente agradecida de coordinar.

Ahora, después de más de 35 años, una cantidad inagotable de anécdotas, experiencias buenas y malas, personas maravillosas que me han tomado de la mano para guiarme o que han enriquecido mi camino poniéndose a mi lado, coyunturas, sorpresas y aprendizajes de todo tipo, la UNAM sigue en mí, en lo más profundo de mi corazón, cobijándome, protegiéndome, educándome, enseñándome el mundo, dándome oportunidades que nunca imaginé, porque la Universidad es, como escuché un día, una madre que nunca abandona a sus hijos.

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