Siempre me gusta decir que soy hija de las instituciones públicas de México. Nací en el seno de una familia de clase media, cuyos padres trabajaron en el Instituto Mexicano de Seguridad Social (IMSS) y tuvieron siete hijos.

Estudié la primaria en la escuela pública llamada Próceres de la Independencia, en el conjunto habitacional del IMSS, la Unidad Independencia. Sin saberlo tuve una infancia única y llena de oportunidades y experiencias que pensaba que eran comunes en ese México de los años 60.

Recuerdo de forma vívida cómo a mis cortos cuatro años salía a jugar con mis amiguitos en ese maravilloso complejo habitacional, que años después y habiendo conocido varios países reconozco como un lugar modelo de convivencia familiar y social sorprendentemente funcional y estéticamente bello.

En ese espacio seguro y acogedor me iba sola al colegio y al doctor, aprendí a nadar en el deportivo que estaba enfrente de mi casa y tomé numerosas clases de danza, cocina y tejido en un centro recreacional que estaba dentro de la unidad. Asimismo, había un cine, La Linterna Mágica, en el cual disfruté los mejores estrenos de aquella época, y también teníamos al alcance el Teatro Independencia.

En este contexto social, y teniendo a mis dos padres trabajando, los siete hermanos crecimos, nunca mejor dicho, a nuestro aire. Ahora me pregunto en qué otra parte de la Ciudad de México y del mundo una familia numerosa puede prosperar con tanta libertad, con oportunidades de desarrollo y con recursos financieros limitados.

Cuando terminé la escuela primaria, pasé a la secundaria. Desafortunadamente no había colegios de ese nivel en la Unidad Independencia, por lo que me iba en un camión que pasaba en la esquina de mi casa y me dejaba a unas cuadras de la Secundaria 68, recorrido que me tocó hacer durante tres años.

Después, la única opción para continuar mis estudios era hacer el examen para entrar a alguna Escuela Nacional Preparatoria (ENP) o a un Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) de la UNAM. Y cuando digo “la única opción”, lo digo de manera muy positiva, es decir, entrar a la Universidad, ya en aquella época de los años 70 significaba todo un privilegio: era la Máxima Casa de Estudios de México y lo sigue siendo.

El concurso de ingreso a la UNAM fue toda una experiencia. Tras varios meses de estudio, nos citaron a decenas de miles de estudiantes en el Estadio Azteca. No había ni un solo asiento libre. Estábamos todos los aspirantes sentados en las gradillas al rayo del sol con varias hojas de examen de opción múltiple.

En ese inmenso lugar, todos sabíamos que nos estábamos jugando nuestro futuro profesional. La espera fue angustiosa y, finalmente, llegó a casa un telegrama con la aceptación a la Universidad Nacional. Por la ubicación de la Unidad Independencia me tocó el CCH Sur. Nunca se me va a olvidar ese primer día en sus instalaciones.

Esa época ha sido de las más felices de mi vida. Entre una edad llena de ilusiones y energía, y las ganas de seguir aprendiendo, se me fueron en un abrir y cerrar de ojos dos intensos años. Y fue justo en el CCH donde empecé a experimentar, en menor escala, esa diversidad y pluralidad de la demografía mexicana.

Cabe destacar que al hacer el programa de estudios en el CCH en dos años, en lugar de tres, quizás no tuve el tiempo de saber qué carrera elegir en la Universidad. En el segundo año del bachillerato todavía no me decidía, hasta que tuve una fabulosa maestra de Historia, como muchos otros profesores y profesoras, y me terminé enamorando de las ciencias sociales.

Éstas últimas y mi pasión por conocer el mundo, que hasta esa edad se reducía a la Ciudad de México y al interior de la República por algunos viajes increíbles que había hecho, me encaminaron a escoger Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Así inicié una gran aventura en mi vida.

En el quinto semestre me cambié a Ciencia Política porque, en mi opinión, me podría dar mejores herramientas teóricas y metodológicas. En fin, después igual acabé ejerciendo varias materias que estudié en Relaciones Internacionales.

Y fue en las aulas de la UNAM, en sus pasillos, en Las islas, en el Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras, en las increíbles instalaciones deportivas, incluyendo las albercas, así como en sus salones de danza y en las canchas de tenis cuando descubrí esa pluralidad, diversidad y riqueza de vida de las mexicanas y los mexicanos.

Era como si lo que yo estaba estudiando y leyendo en las clases, al mismo tiempo lo estuviera comprobando en la realidad que me rodeaba. Comprendí buena parte de nuestro México social, múltiple, de constantes cambios y contradicciones. Entendí el México revolucionario, la construcción de las instituciones, el nacimiento del humanismo mexicano.

Así, al tener compañeras y compañeros de distintos puntos de la República mexicana, de diferentes orígenes sociales, con diversos puntos de vista e ideologías, nuestros debates y conversaciones eran aprendizajes cotidianos de enorme valía.

Eso es lo que da la Universidad Nacional Autónoma de México: no es sólo una formidable formación profesional; es una experiencia de vida que te muestra en un microcosmos la vastedad de la realidad mexicana.

Y esto es posible también por el gran papel que ha venido jugando la Fundación UNAM que, con una visión inclusiva, ha brindado la oportunidad para que esta gran entidad continúe nutriéndose de esta pluralidad y riqueza que tiene México: sus estudiantes, proyectos de vida que seguirán construyendo las instituciones mexicanas que le han dado cuerpo y alma a nuestro país.

Embajadora de México y representante permanente de la Misión de México ante Naciones Unidas y Organismos Internacionales con sede en Ginebra.

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