Mis padres, campesinos oaxaqueños, siempre tuvieron claro que el mejor legado que podían dejarnos a sus hijos eran los estudios universitarios. La dimensión nacional de la Universidad Nacional Autónoma de México se diluye conforme nos alejamos de la zona metropolitana, y las universidades locales parecen una mejor opción por economía y apego; sin embargo, la creciente mejora en los rankings internacionales que vivía la UNAM en la primera década del siglo XXI me forjó la meta de estudiar Derecho en dicha institución, carrera elegida gracias a la influencia de la continua participación por parte de mi padre en asuntos jurídicos como autoridad comunitaria.

Una vez superado el examen de ingreso, en mi paso por las aulas de la Facultad de Derecho encontré una escuela que se debatía entre la tradición y la evolución en sus formas académicas. El águila y la serpiente, símbolo de nuestra nación, eran custodios del andar diario de generaciones tan diversas como aquellas que contaban aconteceres míticos como “el caso Sofía Bassi y el asesinato del Conde D’Acquarone”, o aquellas que incluían a políticos de la vieja guardia e impulsores de la transición. Todo ese coctel intelectual formó a mi generación, misma que atestiguó la consagración de los derechos humanos como parte fundamental de nuestro Estado de derecho.

Definir a la Universidad Nacional no sólo es nombrar un espacio o los programas académicos; es contemplar todo un conjunto de elementos que forjan el espíritu de nuestro lema. No puedo imaginarme esa época sin mis amigas de generación en la biblioteca de la Facultad o camino a la Central, así como sin los debates detonados en foros académicos del Instituto de Investigaciones Jurídicas.

Los valores de las ramas constitucional, internacional, electoral y de derechos humanos me facilitaron el arranque en la vida burocrática destinada a la atención de los pueblos indígenas, la cual llegó, por cierto, en el servicio social. Hoy mi Alma Mater tiene el Derecho Indígena como una cátedra obligatoria, lo que recuerda la composición pluricultural de nuestra nación, sin duda prueba de la constante evolución de la UNAM.

También hablar de mi paso por la Universidad es hablar de la exploración de esta compleja Ciudad de México; de conocer no sólo los libros académicos sino también mi fascinación por la novela negra y la poesía; de ver el hasta ahora último campeonato de los Pumas; y de tomar un capuchino con cajeta, de vista a Las Islas.

Desde mi experiencia, considero fundamental el trabajo de la Fundación UNAM, que ha potenciado los valores y virtudes de nuestra Máxima Casa de Estudios impulsando la educación de miles de alumnos, a quienes ha brindado apoyo económico para que puedan seguir con sus estudios o dedicarse de tiempo completo a ellos.

Asimismo, a través de la Fundación, la Universidad ha podido atender algunas de las necesidades de la comunidad estudiantil, así como apoyar el desarrollo de la investigación científica y la difusión cultural.

Por ello, el papel de la Fundación UNAM es esencial para acercar a nuestra Máxima Casa de Estudios con las comunidades indígenas y afromexicanas de todo México, y fortalecer así el carácter nacional de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad de la Nación.

Secretaria de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes de la Ciudad de México

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