Fue 2001 el año en que ingresé al Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) plantel Sur. La UNAM regresaba de un prolongado paro de actividades, resultado de la huelga estudiantil de 1999-2000, que opuso resistencia al establecimiento de cuotas obligatorias en la Universidad. Todo me deslumbraba y me descolocaba. Había montones de cosas que no sabía —¿quiénes eran Patti Smith, Bakunin y un tal perro andaluz? —. Yo era apenas una adolescente buscando su salón en el laberinto de edificios de la A a la Z.

Se me escapan las imágenes, pero en mi memoria el lugar de las primeras veces guarda nítidas las sensaciones. Antes del CCH Sur, no recuerdo haber tenido una noción tan fuerte de ser parte de un colectivo; ese hecho decisivo sucedió ahí. De alguna manera, muchos de los rasgos que hoy me definen se originaron en ese momento. Sentí nacer la curiosidad, la urgencia y la algarabía por participar del mundo y, sobre todo, por cambiarlo. Quería entender qué pasaba en Chiapas, en Cuba, en Afganistán y en Irak. Quizá por eso me decanté después por la carrera de Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, otro de los hitos de mi mapa personal.

No alcanzaba a percibirlo entonces, pero una de las maravillas de “Polakas” —como le decimos de cariño— es que te acerca a personas distintas, inesperadas, incluso a seres inverosímiles y anecdóticos. Así, habitar la pluralidad de sus aulas, pasillos y explanada era —y no dudo que aún lo sea— emocionante y, muchas veces, tenso. La experiencia de la diversidad, la deliberación y el disenso constituyó una dimensión fundamental de mi formación universitaria. Ese aprendizaje me dejó el buen hábito de dudar, revisar mis ideas, sostener con fundamentos, debatir, escuchar, contrastar y buscar conexiones. Por supuesto, además, me llevo de esa época formidables interlocutoras e interlocutores.

Mientras estudiaba las causas profundas de la guerra, la injusticia y la desigualdad global, mi atención —y también mis intereses— comenzaron a desajustarse, me desafiaban otras preguntas más vinculadas con mi experiencia personal. Un potente viraje operó en mí e impactó mis objetivos académicos y políticos: rehusaba que las explicaciones del orbe omitieran a las mujeres, a las niñas y a las subjetividades fuera de la norma sexogenérica. Ahora quería entender la realidad desde otro lugar —mi cuerpo, los cuerpos— y hacer una relectura crítica de nuestras vidas. Cuando ingresé al Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos, mi manera de mirar, de cuestionarme, mis ideas y principios ya estaban perfilados en esa dirección. Me dejé llevar por ese ímpetu. Un poco después tuve la enorme fortuna de entrar a trabajar al Centro de Investigaciones y Estudios de Género —por entonces llamado Programa Universitario de Estudios de Género—, espacio que me ha acogido desde hace más de 10 años y desde el cual sigo fincando mis esperanzas y esfuerzos para un mundo mejor.

En todos estos momentos he aprendido mucho de la Universidad. Haciendo nudos hechos de reflexión, memoria y emoción, me pregunto: ¿cuántas de las cosas que soy se deben a la UNAM? No lo sé. Más de lo que puedo decir aquí, supongo. Para mí, la labor de retribución y servicio a la comunidad universitaria y a la sociedad es un compromiso esencial como integrante de esta institución. Gracias al trabajo de asociaciones como Fundación UNAM se fortalecen las condiciones para hacer posible que más jóvenes realicen estudios superiores, se descoloquen, sientan curiosidad, habiten la pluralidad, se desafíen con interrogantes y se dejen llevar por la experiencia del aprendizaje.

Gracias a las y les estudiantes, también, por ser enseñar igualdad, diversidad, libertad y justicia en nuestra Casa.

Secretaria técnica del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG-UNAM)

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

[Publicidad]